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PUNTOS DE VISTA

¿Y de la víctima quién se ocupa?

No es exagerado decir que la víctima es el convidado de piedra en el proceso penal. Asisten más derechos al imputado que a la víctima.
En el XVIII Congreso Nacional de Derecho Procesal, celebrado en Mendoza hace más de una década, plasmé en una ponencia el ostensible desfasaje que los sistemas de enjuiciamiento procesales penales de este país presentan entre los derechos que se confieren al imputado de delito y, de su lado, a la víctima del hecho delictivo. Con toda buena fe debo expresar que dicha percepción de desequilibrio la tuve allá por 1976 cuando comencé a incursionar en el estudio del Derecho. Pero cada vez que la intenté esgrimir, con más o menos fundamentos, me pusieron por delante el escudo de los derechos del pobre-indefenso imputado ante el “todopoderoso Estado” que lo avasallaba con “todo el peso de la ley”. Lo cierto es que desde entonces y hasta la fecha, la delincuencia viene ganando por goleada al cada vez más minusválido Estado, y ello así, si consideramos que por entonces y por extenso lapso posterior, fue el Ministerio Público Fiscal (encarnación estatal) el directo o indirecto representante de la víctima.
Cuando defendí (en aquel congreso de Derecho Procesal) la postura de los derechos de las víctimas, muy pocas fueron las voces coincidentes (en realidad, se me consideró un extraterrestre) prevaleciendo con singular porcentaje mayoritario las tendencias conocidas (entre otras denominaciones) como “defensistas”, “zafaronianas” o “abolicionistas del derecho penal”.
Dije por entonces (y valga como idea general) que debe reconocerse como derecho humano personalísimo de la víctima de delito de acción pública o su representante legal (ascendientes, descendientes, cónyuge y colaterales, según corresponda) que se haga justicia en la causa que lo perjudica, y que se penalice -como por ley corresponda- al autor del ilícito, atribuyéndole un rol procesal activo con independencia del Ministerio Público Fiscal, quien podrá actuar por sí (actual rol del particular damnificado) o a través de un representante legal público (que debería integrar el Ministerio Público) al que proponía nominar como “Asistente Legal de la Víctima”, de actuación obligatoria en toda causa de acción penal pública, cuando la víctima no lo haga con su abogado de confianza.
Así las cosas, sea desde lo privado, sea desde lo público, este sujeto procesal podrá formular peticiones, ejercer el contralor de actos procesales, impugnar, pedir nulidad de los celebrados sin su contralor, con facultad -si procede- de pedir la reedición de los mismos, etc.; todo con independencia -claro está- del eventual rol de actor civil.
Es obvio que la víctima no buscó ni quiso el delito: dolorosamente lo padeció. Pero es a la víctima (cuando esto es factible), o en su caso a familiares o a su entorno, a quienes se aborda para que proporcionen todos los datos posibles tendientes al esclarecimiento y la localización de los autores del hecho delictual. Se los cita a sede policial, fiscalía y judicial, en reiteradas ocasiones, a tediosas, agobiantes y dolorosas jornadas para participar en diversas actuaciones procedimentales, muchas veces con desconsideración y destrato. Todo esto con base de “carga pública”, conlleva ínsito un enorme cúmulo de obligaciones, lo que no se corresponde a la hora de querer hacer valer derechos.
Quede claro que no me anima restar siquiera un ápice de los derechos correctamente acordados por la legalidad al imputado en el proceso penal. Pero veo con muy buenos ojos la actual tendencia en el sentido de conferirle de manera expresa también a la víctima ciertos derechos que lo saquen del rol de “convidado de piedra” que desde siempre ha tenido, sin perjuicio de pretensas ´consideraciones´ que se han hecho insertando pomposas (pero en el fondo débiles y poco eficaces) prescripciones legales que abogan por la “asistencia a la víctima”.


(*) Juez en lo Criminal. Profesor de la facultad de Derecho de la UNLP. 

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