PERSPECTIVA

Consumir sin ser consumido

La semana pasada debutaron los así llamados “precios transparentes”. Suceden a los “precios cuidados”. Y posiblemente antecedan a algún otro tipo de precio que, en el futuro, venga a cuidar, según se promete, el bolsillo de los consumidores. Se supone que la medida, como otras que se repiten incesantemente de gobierno en gobierno, tiende a alentar el consumo para que este, a su vez, despierte a la economía. Pareciera, entonces, que cuando dejamos de consumir el mundo peligra o se detiene. Algo parecido a lo que ocurriría en un criadero de pollos si estos dejaran de comer. Para evitar eso es que se los suele mantener despiertos, con luz artificial, las 24 horas de manera que no dejen de alimentarse y estén rápidamente listos para partir hacia su destino en pollerías, carnicerías y supermercados.
Los pollos en libertad buscan alimento cuando tienen hambre. Los que están en cautiverio pierden la noción de hambre: comen sin cesar porque son estimulados a hacerlo. Esta diferencia bien podría ilustrar otra: la que existe entre consumo y consumismo. Todos necesitamos alimento, techo, agua, abrigo. También necesitamos desplazarnos y comunicarnos. Estas necesidades obedecen en primer lugar a la posibilidad de supervivencia, de protección y, finalmente, de relación, puesto que somos seres sociales por naturaleza. Cubiertas las necesidades básicas (que nos permiten existir), asoman otras (que nos conectan con el sentido de nuestra existencia). El amor, la realización, es decir, la necesidad de desarrollar nuestros dones y, a través de ellos, dejar una huella en el mundo, mejorándolo. El gran psicólogo humanista estadounidense Abraham Maslow (1902-70) lo explicó en su siempre vigente Pirámide de las Necesidades Humanas.
Para cubrir las necesidades humanas básicas debemos consumir. Como los pollos que se procuran su alimento y, atendida su hambre, se dedican a otros aspectos de su vida. El consumo es, entonces, un medio para la vida. Lo contrario de su versión deforme y patológica, el consumismo. Este es un fin en sí. O se consume lo necesario para vivir o se vive para consumir. En el segundo caso, se dejan de lado aspectos esenciales que enriquecen la existencia humana (vínculos, vocaciones, aspectos espirituales, enriquecimiento intelectual, exploración de nuevas áreas de la vida y muchas veces incluso valores). O sea, pollos de criadero.

Prisioneros del deseo
Cuando una sociedad y una economía funcionan con base prioritaria en el consumo exacerbado, superfluo e indiscriminado, sus ciudadanos mutan de esta condición a la de consumidores, como apuntaba con su habitual lucidez el recientemente fallecido sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) en su libro “Vida de consumo”. Antes que ciudadanos se los considera (y terminan por considerarse a sí mismos) como usuarios, clientes, compradores, consumidores. Son parte de un mercado antes que de una comunidad. Ese mercado necesita consumidores activos, insaciables. Y los necesita insatisfechos. Para esto es importante crearles y estimularles continuamente nuevos deseos. La función del deseo es desear, de manera que una vez saciado uno aparece de inmediato el siguiente. A diferencia del deseo, que es hijo de la insatisfacción, la necesidad se calma una vez atendida, y sobreviene la tranquilidad, la armonía, sobre todo la interna. Quien está satisfecho cesa de buscar y de consumir. Tiene lo que necesita. Está en condiciones de explorar la vida con el corazón en paz. Quien es presa del deseo suele vivir angustiado por la ansiedad de que éste no pudiera cumplirse, o inquieto porque una vez cumplido no resultó ser lo que prometía. El deseo echa raíces en un vacío imposible de llenar. El vacío existencial. La economía del consumismo necesita que ese vacío sea permanente y masivo.
Se suele afirmar con carácter de dogma que así funciona el capitalismo y que no hay vida fuera de él. Que gracias al círculo incesante del consumo se generará la riqueza que desbordará la copa y lloverá sobre todos. “En el curso de los tres siglos anteriores un crecimiento económico sin precedentes (en la sociedad occidental) nos hizo más ricos, masivamente más ricos, pero apenas más felices”, responde el belga Christian Arnsperger (doctor en Economía por la universidad de Lovaina e investigador de temas éticos y filosóficos). “No carecemos de nada, salvo de plenitud”, agrega y se pregunta: “Qué es lo que no funciona? En pocas palabras: jugamos el juego del capitalismo porque el miedo al vacío y a la muerte nos obsesiona”.
En su iluminador ensayo “Crítica de la existencia capitalista” Arnsperger propone una economía existencialista, en la cual prevalezcan los valores relacionales por sobre los de riqueza, crecimiento y consumo. Todos escuchamos una y mil veces la palabra crecimiento en boca de gobernantes, economistas, políticos, analistas y opinólogos, pero tenemos escasa o nula experiencia real de lo que eso significa en nuestra vida, en nuestras relaciones, en nuestros proyectos existenciales. Arnsperger se pregunta si el capitalismo “es así”, como se afirma casi autoritariamente, o si “lo hacemos así” con nuestra manera de vivir. “No se trata de que riqueza y crecimiento no tengan ningún lugar, dice, sino de que deberían tener un segundo lugar, después de aquello que contribuya a la dimensión de sentido de nuestra vida”.
Para cubrir las necesidades humanas básicas debemos consumir. El consumo es, entonces, un medio para la vida. Lo contrario de su versión deforme y patológica, el consumismo. Este es un fin en sí.

Deber para vivir
El economista y pensador belga observa una relación directa entre nuestra percepción de la finitud de la vida y el consumismo. Nos angustia la idea de que inevitablemente vamos a morir, dice, y por lo tanto buscamos desesperadamente formas de prolongar la vida. Cuantas más cuotas me queden por pagar, más larga será mi vida, porque no podré morir sin saldar la deuda. Cuantas más cosas adquiera y acumule, aunque no sepa para qué, más posibilidades de longevidad, porque misteriosamente se me proveerá del tiempo necesario para usarlas, aunque hoy no tenga cuándo ni cómo hacerlo. Por otro lado, quien me estimula a desear y me incita a consumir endeudándome, me está diciendo, de alguna manera, que confía en mi larga vida, porque de lo contrario no me propondría la transacción que me convertirá en su deudor. Desde esta perspectiva, sería posible que la política de “precios transparentes” no vaya a hacer que se compre menos en cuotas (ahora con interés). Primero porque aunque el precio de contado sea más barato, no es común disponer de semejante cantidad de efectivo como para comprar todo de esa manera. Y segundo porque, desde este modelo mental, no tener deudas es casi equivalente a no tener tiempo de vida por delante.
Bauman y Arnsperger coinciden en relacionar la compulsión al consumo con la insatisfacción y el vacío existencial. Así, el capitalismo viró desde un modelo basado en la producción, en el que se producía para las necesidades, a uno de consumo, en el que se acumulan el derroche y los desechos mientras se procura saciar apremios y adicciones que nunca cesan. El primer capitalismo liberaba al atender necesidades, dice Arnsperger. El segundo aliena. El desafío es encontrar un modelo económico al servicio de las personas y no al revés, como viene ocurriendo.


(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son “Inteligencia y amor” y “Pensar”.

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