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LA COLUMNA DE LA SEMANA

El huevo o la gallina

Sin triunfalismos y con no pocas dudas por despejar, el tiempo de las expectativas económicas llegó. No mucho más que eso, pero tampoco menos.
Algo lejano hasta hace pocas semanas y hoy tangible con un descenso de la inflación, con la reactivación en algunos sectores y con la alentadora presencia de potenciales inversores en lo que se dio en llamar el mini Davos.
Ahora sí, todos los pronósticos indican crecimiento para el año próximo. Difieren solo en su magnitud. Están quienes con un optimismo rayano en la inconciencia hablan de un 10 por ciento anual sobre el total del Producto Bruto Interno. Están quienes se sitúan en una franja también optimista pero realista y pronostican un 5 por ciento. Y están quienes con mucha prudencia auguran un 3 por ciento. Nadie menos.
De verificarse ¿Se tratará de un crecimiento genuino? No será un crecimiento por la vía del consumo a través, únicamente, de subsidios, sino que requerirá inversión.
El punto es entonces ¿Inversión de qué tipo?
El presidente Macri demuestra una visión correcta respecto de un elemento esencial para la recuperación y el crecimiento de la economía argentina. Esa visión correcta consiste en reinsertar al país en el seno de la comunidad internacional.
Para ello, sabe y sabemos que se trata de demostrar que la Argentina es un país confiable. No un país, sino en realidad, un Estado confiable.
Por supuesto estarán quienes ideológicamente se opongan a ello. Los argumentos del infantilismo de pseudo izquierda pretenden que convertirse en país confiable significa poco menos que la entrega de la soberanía nacional.
En la Argentina, el populismo siempre se las ingenió para inventar enemigos foráneos que viven para desearnos el mal e impiden que todos seamos felices de una vez y para siempre.
Cuesta creer que con estas estupideces –aunque ayudado por la alta cotización internacional del “yuyo”, perdón, la soja- el kirchnerismo haya sobrevivido doce años en el poder para dejar tierra arrasada a su salida.
Pero así fue. Y ese así fue es casi fatídico. Es que resulta muy complicado para un inversor extranjero creer en el país y arriesgar su dinero cuando observan el panorama argentino.
En alguna medida por el kirchnerismo supérstite, pero sobre todo porque ven un peronismo no demasiado dispuesto para la autocrítica.
No es fácil convencer a alguien, que vive afuera, de invertir cuando el principal político de oposición proclama la necesidad de suspender despidos o de prohibir importaciones. Y así, con la frescura con la que se dice, luego se deja de lado.
Macri arrancó con la liberación del mercado cambiario y siguió con el acuerdo con los acreedores externos. Un acuerdo mucho más favorable al país que el que hicieron Axel Kicillof y Cristina Kirchner con el Club de París, dicho sea de paso.
Arrancó bien, pero gerenció mal. El impostergable aumento de las tarifas debió ser postergado por el mal manejo –improvisación al extremo- del asunto. Queda en claro que allí no solo comenzaron las dificultades internas, sino que fueron la luz amarilla que quedó encendida frente a los posibles inversores.

Inflación
El gobierno no enfrenta frontalmente la inflación. En rigor, hacerlo en términos abstractos resultaría bastante sencillo. Prefiere la tónica gradualista que lo lleva, inevitablemente, a postergar metas. Conducta relativamente justificada por aquello de cuidar la paz social.
Es este un elemento político, no económico. La verdad es que pese a los llamados a la unidad de los argentinos, el gobierno enfrenta una sociedad partida donde los objetivos son diametralmente opuestos.
Para los unos, hace falta insertarse en el mundo, atraer inversiones, ofrecer seguridad jurídica, generar credibilidad. Para los otros, todo lo contrario.
Para unos se trata de combatir la inflación. Para otros, convivir con ella.
No se trata solo de comportamientos disímiles, se trata de objetivos distintos, de modelos de país contradictorios.
Pero tampoco se trata de decir la verdad, ni de actuar con coherencia.
Los populistas, como siempre, utilizan la tergiversación. Por ejemplo, acusan al gobierno por el “ajuste salvaje”. La verdad es que el ajuste es casi mínimo y, por ende, de salvaje no tiene nada.
Hablan de despidos masivos. No son tales y, en todo caso, aquellos que se verifican resultan producto de un achicamiento de la economía que fue signo distintivo de los últimos años del kirchnerismo, cuando las inversiones eran mala palabra, la producción no era tenida en cuenta y cuando se mentía descaradamente en materia de estadísticas públicas, entre ellas las que contabilizaban la pobreza y la indigencia.
En esto, como en tantas otras cosas, los argentinos no estamos de acuerdo. Están quienes pretenden formar parte del mundo y quienes reclaman, generalmente “sottovoce”, el proteccionismo para continuar produciendo malo y caro.
Están los sindicatos que jamás aceptan discutir productividad y que llevan, irresponsablemente, a la quiebra a distintas empresas.
Están los gremios estatales para los cuales la productividad, no solo no se discute, sino que no existe. Se trata siempre de “derechos adquiridos” aunque dichos derechos distorsionen la razón de ser de la actividad. Tal el caso del estatuto del docente.
El gobierno enfrenta dos problemas para intentar atacar estos males –si es que se plantea atacarlos, cosa que está en veremos-, gran parte de ellos derivados del corporativismo que, por lo general, propone el peronismo.
Por un lado, su calidad de espacio minoritario en las dos cámaras del Congreso Nacional. Por el otro, su escasa presencia en las calles a nivel de militancia. Dos problemas políticos frente a los que el presidente Macri y sus colaboradores más cercanos resolvieron dar una batalla a mediano plazo: en la elecciones del 2017.

Economía
Quizás con demasiado apuro y  con bastante desprolijidad por cierto, el gobierno de Cambiemos se lanzó de lleno a la pulseada electoral.
Es tan cierto lo antedicho que, en buena medida, resulta el origen de las disputas en el seno del gabinete nacional.
Alrededor del presidente Macri están quienes reclaman aún más gradualismo y pretenden una reducción acelerada de la tasa de interés. Allí se inscriben los ministros Prat Gay y Cabrera.
Por el contrario, están quienes pretenden una moneda saneada como es el caso del presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger.
Dirán lo que dirán para asegurar que todo está en orden. Pero cuando el presidente del Central dice que una inflación de un uno por ciento mensual es altísima y el ministro Prat Gay considera, en público, lo contrario, es porque la interna está instalada.
Tan instalada como la puja entre la ministra Patricia Bullrich y el ex director de la Aduana, Gómez Centurión.
En todos los casos, se trata de una situación de prevalencia. O el huevo, o la gallina. En otras palabras, para ganar la elección del 2017, para algunos, hace falta flexibilizar al máximo posible –sin que se desmadre la inflación- a las variables económicas. Para los otros, solo se gana si se lleva adelante una política económica sin concesiones que facilite la recuperación productiva.
Por convicción o por imperio de las circunstancias, el gobierno, por momentos, opta por el primer escenario, cuando resuelve el problema de los juicios pendientes de los jubilados o cuando reduce, impericia mediante, los incrementos de tarifas.
Peor, por momentos, hace exactamente lo contrario como parece indicarlo la propensión a no cumplir el compromiso adquirido en la campaña de reducir sustancialmente las deducciones por impuesto a las ganancias sobre los salarios.
Una ambivalencia que quedó clara en la elevación del Presupuesto Nacional para el año 2017. Algo muy positivo si se considera que, por primera vez en varios años, no se trata de un dibujo ni de una burla al Congreso, sino que refleja metas, a priori, cumplibles.
Claro que el sinceramiento implica un reconocimiento de una desaceleración en la reducción del déficit fiscal y, por ende, una meta inflacionaria menos ambiciosa, para el año electoral. O sea, el huevo o la gallina.

Política exterior
El mini Davos de Buenos Aires fue un intento exitoso para convencer al mundo que las cosas cambiaron en la Argentina.
En verdad se trata de un eslabón más en la política de reinserción de Argentina en el mundo, concepto innegociable para la administración de Cambiemos.
Junto a él debe encadenarse la participación del presidente Macri en las deliberaciones del Grupo de los 20 en Hangzhou, China, y su próxima participación en la Asamblea General de las Naciones Unidas.
¿Sirve? Claro que sirve y mucho. Según el gobierno, las intenciones de inversión en la Argentina totalizan 42.500 millones de dólares. No se trata de un volumen como para perder el aliento, pero resulta inconmensurable si se lo compara con las inversiones recibidas durante la década “katastrófica”.
Cierto es que no toda promesa de inversión se cumple. Tan cierto como que algunos hacen toda clase de esfuerzos para que no se materialicen.
No obstante, el interés por invertir en la Argentina resulta genuino, aunque prudente. Baja productividad, alto grado de conflictividad social, bajo nivel educativo en comparación con décadas anteriores, infraestructura colapsada, inseguridad energética, conspiran contra la instalación de capitales foráneos.
El proceso de reinversión no vendrá de afuera. Al menos, no en un primer momento. Dos deberán ser los actores llamados a hacer punta: el Estado y las empresas que ya están instaladas en el país.
El Estado cuenta con un margen apreciable para endeudarse sin caer en un fatídico sobre endeudamiento. Por tanto, es muy factible que la inversión en infraestructura modernice, paulatinamente, a una Argentina quedada en el tiempo.
Los privados ya comenzaron a invertir. En particular en aquellos sectores, como la agroindustria que ya exhiben una reactivación interesante.

Materias pendientes
Años de corrupción dejaron un Estado bobo, incapaz de brindar no solo los servicios que debe brindar, sino de proteger a los ciudadanos frente a la inseguridad.
Si bien con las elecciones, el narcotráfico experimentó un revés momentáneo en materia de cooptación de funcionarios del Estado, no cabe duda que algunos de los hechos de inseguridad que se viven a diario guardan relación con la intención del gobierno de no dar marcha atrás en la materia.
La reciente suspensión de 154 comisarios de la Policía de la provincia de Buenos Aires por no haber presentado en término su declaración jurada de bienes demuestra lo anterior.
Y otra vez la historia del huevo y la gallina ¿Qué hacer? Transar con los policías corruptos para asegurar cierta paz o combatir la corrupción aun a riesgo de una mayor inseguridad momentánea.
Sin ninguna duda, lo segundo. El problema es que ya no se trata de un problema interno en los organismos del Estado. La falta de seguridad trajo aparejada la necesidad de la defensa propia por parte de las víctimas.
Más allá de los casos recientes del carnicero de Zárate o del playero de la estación de servicio, lo cierto es que los sectores que trabajan y producen en esta sociedad ya no parecen dispuestos a poner la otra mejilla cuando son víctimas de delitos. A tener muy en cuenta si se pretende que la violencia no se apropie aún más de las calles.
Claro que frente al problema grave de la inseguridad, no queda atrás la revisión de un pasado corrupto que puso en evidencia que el país fue gobernado por una pandilla transformada en asociación ilícita para delinquir.
Esta semana, la banda K dejó en exposición el enriquecimiento ilícito del teniente general César Milani, el militar amado por Hebe de Bonafini.
Milani no solo se enriqueció, sino que, además, se apropió de los sistemas de escucha que compró cuando organizó el espionaje “político” del Ejército al servicio de Cristina Kirchner y sus secuaces.
También la semana concluyó con la prisión del “Caballo” Suárez, el extorsionador secretario general de los obreros marítimos y, como no podía ser de otra manera, dado su carácter delictual, el sindicalista preferido de Cristina Kirchner.
Por último, en el absurdo K del asalto a los recursos del Estado: Carbone y su dragón de tres metros con caja fuerte incluida en su interior en su casa del country de Hudson, entre Berazategui y La Plata.
Carbone era solo el director general de Administración de la jefatura de Gabinete de Daniel Scioli. Y era quien retiraba el dinero del Banco Provincia para “solventar” la campaña a presidente del gobernador con el dinero de los contribuyentes.
Y como quien reparte se queda con la mejor parte, Carbone se volvió rico. Al igual que su jefe: Daniel Scioli. 

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