None
ENFOQUE

El Papa Francisco sin blindaje

Una cosa queda clara a lo largo de la historia humana (y sólo el ser humano es propiamente un ser histórico capaz de construir y escribir su historia): somos capaces de la crueldad más brutal, aunque también de lo mejor y más sublime.
Misericordia -esa compasión que nacería del corazón- es una palabra casi en desuso. Luego del iluminismo y la revolución francesa, en Occidente parece haber quedado confinada, junto con la compasión y la piedad, al reducto de lo religioso, determinado credo, o la moral personal. El Derecho y, más recientemente, los derechos humanos, pretendieron asumir el lugar de la caridad y algunos piensan que no hay ya lugar para la caridad en una sociedad en el que “dar a cada uno lo suyo” (uno de los tres pilares conceptuales que, con “vivir honestamente” y “no dañar al otro”, vienen definiendo hace siglos la idea de Justicia) debe regirse exclusivamente por normas jurídicas.
Pero el Derecho ha resultado a veces insuficiente e impotente frente a la irrupción de realidades brutales, como las que nos sacuden a nivel global y regional, cuyas consecuencias se tornan más destructivas y peligrosas en tanto invocan como presunta fundamentación un discurso religioso.
Algo análogo a lo que pasa hoy con la ONU, había ocurrido con las Sociedad de la Naciones, nacida tras la Primera Guerra mundial: los esquemas jurídicos globales se ven sacudidos por realidades nuevas. Hoy el terrorismo “fundamentalista” demuele edificios, destruye embajadas, derriba aviones de línea, dispara a mansalva en el metro, o contra quien que se encuentra en la más franca indefensión en un recital. Quiere volver al mundo un lugar peligroso.
Siempre podrán encontrarse teorías que pretenden “entender” esa violencia: que fue precedida de otra violencia. Tal justificación resulta obscena para quien no quiera legitimar éticamente la muerte del inocente. Por eso, que Francisco esté invitando a la misericordia no sólo a la Ecclesia (asamblea de creyentes) de la que es la cabeza, sino al mundo, parece mucho más que un hecho religioso. Es un hecho antropológico: acontecimiento antropogénico, en tanto capaz de generar humanidad.
El Pontífice eligió para hacer esa invitación desde la República Centroafricana, un país en guerra civil, con crueldades inenarrables, con milicias de niños que ahora se intentan desarmar. Al trasponer la puerta de la catedral de Bangui, su capital, entonó en idioma songo “Doyé Siriri” (amor y paz), para inaugurar un año santo de la misericordia.
Gesto inédito dentro y fuera de la tradición religiosa cristiana. En el ámbito eclesiástico, los pontífices siempre abren las llamadas puertas Santas en la de San Pedro, o en alguna de las otras basílicas mayores de Roma. Y en esta ocasión, además de estar acompañado por el clero y fieles católicos, fue seguido de líderes espirituales del Islam.
Al llegar a ese convulsionado país, con cientos de miles de refugiados dentro y fuera de sus fronteras, que afronta un proceso de revisión de crímenes atroces y busca un camino de reconciliación, custodiado por militares y fuerzas de la ONU, al ser invitado a colocarse un chaleco antibalas, Francisco lo rechazó con una sonrisa, estimándolo indigno de su investidura y mensaje. Y camino del templo donde inauguró el año santo y proclamó a Bangui como “capital espiritual del mundo”, se dio tiempo para llevar su gesto y sonrisa, además de medicinas, en el principal hospital pediátrico.
Más allá de cualquier creencia, es difícil evitar ser interpelado por este argentino, el mismo que no dudó, descalzo y en dirección a la Meca, en orar por la paz junto al Imán en el interior de la principal mezquita de la ciudad.
Francisco parece estar reinaugurando, dentro y fuera de determinado credo, una mirada de lo religioso como autentica “religación”, algo que trasciende, une y vincula, que jamás puede tener como objetivo dividir, desunir y menos, matar.
Hace meses resaltó que era intolerable negar el Holocausto; luego asumió públicamente su dolor y vergüenza por ultrajes cometidos por el clero católico. En Africa dio un paso más, gigante, al proclamar que jamás la religión, o el “discurso religioso” (la interpretación que se hace del texto sagrado) pueden justificar la violencia y la muerte. Y pidió perdón.
Con una mirada crítica -cuando no cínica- o pretendidamente realista, muchas veces nos sentimos inclinados a pensar que éstas son sólo bellas palabras destinadas a los creyentes, o a quien quiera escucharlas. Pero si intentamos analizar francamente y sin perjuicios lo que está ocurriendo en esta nueva guerra que se empieza a registrar a nivel global, quizá podamos vislumbrar, en el gesto de misericordia, esa llave que, junto con la verdad y la justicia, pueda abrir las puertas de una salida auténticamente superadora.

(*) Abogado, vicepresidente de la Asociación Argentina de Bioética Jurídica.

COMENTARIOS