Nadie duda que llegará. Incluso quienes no quieren pensar en ella (“No le tengo miedo a la muerte, sólo que no quiero estar allí cuando ocurra”, dice Woody Allen), o la pensaron demasiado, como los casi 200 -según la empresa que ofrece el servicio- que confiaron en la resurrección por la medicina y cuyos cadáveres son mantenidos a 170 grados bajo cero. Pero hasta hace pocos años la cuestión del morir no era tan compleja.
Desde la Modernidad, las autopsias problematizaron la muerte “inerte” (cese de todo movimiento corporal) buscando la causa y momento del fallecimiento.
En el siglo XVII empiezan a distinguirse los signos que certifican la cesación de la vida, de los fenómenos propios del cadáver [acróstico del caro (carne)-data (dada)-vermibus (a gusanos)].
A fines del dieciocho ya es objeto de diagnóstico, pero Bichat todavía afirmaba que el último en morir era el corazón. “La verdadera muerte es la muerte celular” proclamará Virchow en el siglo XIX y entonces el Derecho, que no se había ocupado antes, comienza a exigir su certificación por un médico, “siempre que fuera posible”.
Temor a la muerte aparente
También a fijar recaudos para enterrar. Fue célebre la reglamentación de 1868, imponiendo la campanilla atada al dedo del difunto y 30 horas de espera. Lo paradójico es que su autor fuera Sarmiento, a quien tres años después se lo acusaría de huir de una Buenos Aires infectada por la fiebre amarilla, en el brote que cobró la vida de médicos ilustres como Francisco Javier Muñiz y Adolfo Argerich y miles de porteños, algunos de los cuales –según crónicas- fueron enterrados en fosas colectivas aún con signos vitales…
Hasta hoy el derecho sigue exigiendo un tiempo mínimo de seguridad, previo a la inhumación o cremación.
En los años cincuenta del siglo XX la Medicina había llegado a la noción de homeostasis y, pese a no saber con certeza las áreas del cerebro comprometidas, conocía las funciones pilares de la vida: nutrición, hidratación, temperatura, oxigenación y circulación sanguínea (el respirador y la máquina de circulación extracorpórea fueron hitos de esa década). Se registra el coma (en griego originalmente pausa; en Medicina: sueño) depassé (sobrepasado) y nacerá un sector del hospital dedicado a la crisis de las “funciones vitales”: la Unidad de Terapia Intensiva.
La muerte adjetivada
En diciembre de 1967, el primer trasplante cardiaco entre humanos tuvo un impacto mundial por su significación simbólica, médica (18 días el receptor sobrevivió con otro corazón, tras cirugía con seis horas de circulación extracorpórea) y … audacia del cirujano, quien esperó que el órgano de la joven donante cesara de latir, pero precipitó varios pronunciamientos.
El principal fue del Comité de Harvard, que en 1968 definió el coma irreversible y la denominada “muerte cerebral”. A los pocos años la expresión sería reemplazada por la de “muerte encefálica”, para abarcar la actividad de todas las estructuras intracraneales.
Nadie discute ya que es el cerebro “el último en morir” y aunque la muerte se ha seguido adjetivando cada vez más, una antropología personalista considera muerta a la persona cuando su organismo ha dejado de funcionar irreversible y definitivamente como un todo.
Hay actualmente dos maneras de certificarla: por el cese irreversible de la función cardiorrespiratoria y el cese total e irreversible de las funciones encefálicas, en que el corazón continúa latiendo y la respiración, aunque definitivamente abolida, sigue sostenida con respirador.
Entre una y otra constatación, el sentido de diagnosticar la muerte dio un giro copernicano (y Copérnico también era médico): en la muerte inerte, evitaba la muerte aparente; en la muerte encefálica, certifica que lo aparente es la vida, artificialmente mantenida.
Estas dos formas de comprobar la muerte, según “estándares médicos aceptados” están contempladas en el artículo 94 del nuevo Código Civil, que remite a la legislación específica cuando la comprobación es seguida de ablación. Lo importante es qué hacemos después.
Con su enigma intacto, la muerte es un suceso metafísico, porque no se la conoce sino a través de sus manifestaciones externas. Sería ajena a la naturaleza de lo jurídico una norma legal que resolviera disponer en qué consiste. El Derecho lo que preserva es la vida, estableciendo cuándo la persona puede considerarse muerta y ofreciendo seguridad frente a conductas anteriores y posteriores.
En ese sentido, a efectos de la extracción de órganos para trasplante, desde los setenta jurídicamente está reglado en nuestro país el diagnóstico neurológico de la muerte. No así la certificación por cese del latido cardíaco, que los médicos aún hoy realizan conforme normas técnicas, que abarcan maniobras de reanimación.
Pero la historia tiene idas y venidas. Frente al aumento de los pacientes en lista de espera, los órganos obtenidos a partir del diagnóstico neurológico resultan escasos. Se han implementado ahora nuevas estrategias de extracción a partir del cese del latido cardiaco (asistolia) comprobando su irreversibilidad dentro de un plazo tan breve como para impedir su inutilización por falta de oxígeno. El corazón vuelve así a plantear problemas éticos al morir e interpelar al Derecho.
Un escenario difícil
La finalidad de la Terapia Intensiva sigue siendo la recuperación del paciente, aunque con la “muerte intervenida” (Gherardi) afronta desafíos inexistentes en los cincuenta, como determinar la muerte encefálica, o el cese irreversible del latido.
Más allá de los pocos casos de trasplantes, e incluso fuera de esa sala, mayores problemas (y dilemas) bioéticos se presentan cuando el sostenimiento de funciones vitales ha dejado de ser eficaz, al discernir si corresponde limitar el sostén artificial y permitir morir. Tema controversial como el que motivó el pronunciamiento de nuestra Corte Suprema el pasado julio.
El nuevo Código trae una norma específicamente aplicable a esas situaciones. Acaso valga la pena analizarla, en otra oportunidad. Nos puede ir con ella la vida...
(*) El autor es abogado y vicepresidente de la Asociación de Bioética Argentina.
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