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Yo sonrío

Sin siquiera importar los ruidos de los gritos anodinos de aquellos de juicio diestro, que claman por sí mismos y dejan desairados los ruegos de los que andan descalzos con los pies sucios. Sin importar esos ruidos, yo sonrío.
Sin importar las falsas banderas que se levantan con eslóganes cutres, con furia y perversión, para alzarse contra la libertad y la esperanza de quiénes aún conservan sus sueños. Sin importar las falsas banderas, yo sonrío.
Sin importar los artilugios materiales sobre los cuáles se fabrican guerras personales y felicidades plásticas, de sabor hedonista y realidad desabrida. Sin importar los artilugios, yo sonrío.
Sin importar los intentos de resurrección de los dinosaurios, que se niegan a desaparecer, pero sólo conservan ese denso olor putrefacto de un pasado nefasto y un presente imposible. Sin importar los dinosaurios, yo sonrío.
Sin importar los dioses omnipresentes, autoproclamados independientes, que vomitan sus miserias en papeles y pantallas, creando realidades ficticias que son devoradas por seres de boca gigante y razonamiento condicionado. Sin importar esos dioses, yo sonrío.
Sin importar la necedad de las hordas que viven trepando por sobre los sentimientos de personas, para alcanzar sueños monetarios, con metas que, como espejismos, se desvanecen en un instante. Sin importar la necedad de las hordas, yo sonrío.
Sin importar la hipocresía de los que se animan a soltar lágrimas en el cine y violencia e insultos en la vida, de quiénes siempre encuentran la paja en el ojo ajeno, viéndose impolutos en un reflejo mentiroso de un espejo narcicista. Sin importar la hipocresía, yo sonrío.
Sin importar las maldiciones que algunos destilan sobre su propia tierra, sobre sus propias raíces, para exagerar las virtudes ajenas y las imperfecciones de los suyos; para aumentar el desprecio por saberse parte de una geografía a la que nunca quisieron pertenecer. Sin importar las maldiciones, yo sonrío.
Sin importar los flagelos diarios que se consuman en un mundo donde todo parece tener un precio, donde los valores y los sentimientos se negocian, y los muros y los prejuicios se alzan cada segundo. Sin importar los flagelos, yo sonrío.
 Sin importar nada, yo sonrío; porque lo que nunca jamás podrán arrebatarme es la ilusión y la locura; la capacidad de amar y soñar, de creer que, sin importar lo que cueste, siempre vale la pena intentar construir un mundo que nos llene de orgullo. Y sonrío con ganas porque si hay algo que odian los destructores de sueños es vernos felices, porque mientras haya sonrisas hay esperanzas de descubrir que ninguna utopía es totalmente imposible.

(*) Licenciado en Comunicación Audiovisual; guionista, escritor, fotógrafo profesional.

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