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CUENTOS VERDES: ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD, RELATOS DE LA MITOLOGÍA SARMIENTISTA

Del Verde desde siempre

El partido prometía. Tania, mi hija, me había insistido para que fuera “vas a ver que te va a gustar”.

Nos sentamos en un costado de la popular, casi vacía, al lado de una mujer que tomaba mates, mientras una niña que parecía ser su nieta jugaba con una pelota. 

Después del saludo amable la mujer estiró su mano ofreciendo un mate.
- “Viene siempre a ver a les jugadores”, dijo
- “La verdad, es la primera vez”, contesté mientras saboreaba el mate. “La que siempre viene es ella”, dije señalando a Tania que concentrada en el juego alentaba al equipo.

Enseguida me contó que ella venía siempre, porque el fútbol le gustaba desde chiquita y a Sarmiento lo amaba desde siempre.
- “Desde que juegan les chiques no me perdí un partido”, explicó.

Al término del primer tiempo, y después de observar mi camiseta y gorrita del CAS, me miró con cierta confianza y me dijo-miré si quiere le cuento una historia. 
- “Dele nomás, dije interesado”.

Entonces arrancó.
- “En una vitrina especial del estudio de mi hijo que heredó de mi finado padre se conserva hasta hoy, como una reliquia, una gorra: La Pochito de Juancito. Herencia que me pasó mi padre y que le pasé a mis hijes y elles a les suyes”.

Tengo que reconocer que me sorprendió su lenguaje inclusivo, pero lo de la gorra como reliquia acaparó más mi atención por lo cual me apresté con mucho más interés a continuar escuchando.

- “Según nos contaba mi padre -continuó la mujer- Juancito Duarte fue uno de los gestionadores del estadio que lleva el nombre de su hermana, y quien hizo mucho para que Junín tuviera su propio clásico en el profesionalismo, lástima que el Club Moreno no aceptó nunca la invitación de afiliarse directamente a la AFA, pero bueno, esa es otra historia”.

Apenas comenzado el campeonato de la “B”- prosiguió- allá por el 52, Juancito fue a la cancha con sus amigos a ver a Sarmiento con una pochito verde y blanca, con el escudito del CAS. Ese día mi padre que era muy amigo se la elogió y Juancito se la regaló.

Yo la escuchaba fascinado, porque si bien ya la historia de lo que pudo haber sido el clásico juninense Sarmiento- Moreno en la Primera “B” ya lo había escuchado, no tenía ni la más remota idea de la historia de la “Pochito”.
Me miró sonriente. Parecía disfrutar de mi atención por su relato, entonces continuó.

- “Un día sobre el final de la primavera del 65 la tía Elvira que vivía con su esposo en Mar del Plata vino de visita a casa. Después de unos días se volvió llevándonos a nosotres. La tía había convencido a mi madre para que nos dejara ir, “se van a portar bien”, decía. 
Mi madre no estaba muy convencida, “mirá que son la piel de Judas”. 
Al final terció mi padre “dejalos, les va a hacer bien salir”.

La mujer hizo una pausa para cambiar la cebadura e inmediatamente prosiguió.

- “Lo cierto es que nos fuimos a Mar del Plata en un Rambler Ambassador que la tía manejaba con una maestría digna de Marcilla”.  Ella y su esposo eran abogados y en aquella ciudad tenían un importante estudio.

Vivian en un chalet grande en un barrio hermoso y nos dieron para nosotres una pieza con dos camas. “Cuando terminen de acomodar la ropa vengan a tomar la leche”, dijo la tía.

Grande fue mi sorpresa cuando mi hermano sacó de su bolso la Pochito de Juancito y la puso sobre la mesa de luz. Me enojé y le dije que “cuando se entere papá que le sacaste la gorra nos mata”. Pero él como si nada.

Por las tardes íbamos a una plaza grande que había a dos cuadras del chalet. Nos habíamos hecho amigos de unos pibes que más o menos tenían nuestra edad. Eran buenos y nos llevábamos bien, salvo con uno grandote prepotente que andaba con una camiseta de Kimberley y dos o tres que lo acompañaban.
Se ve que estaban acostumbrados a verduguear a los otros pibes, siempre agarraban los juegos que querían y cuando venía el heladero o el barquillero se adelantaban a los que estábamos primero, haciéndose los guapos.

Así, un día lo sacaron a empujones a mi hermano de la hamaca, otra vez cuando el heladero nos estaba por atender se pusieron adelante, y así siempre.

Hasta que un día se juntó todo. Nosotres que veníamos aguantando ya estábamos bastante podrides, ellos que estaban cebados y no dejaban de hacernos sentir el rigor de su brutalidad y mi hermano que no tuvo mejor idea, esa tarde que ir a la plaza con la Pochito. “Dame la gorrita”, dijo el grandote, estirando la mano y les amigotes comenzaron a reírse. 

“Sacasela, sacasela”, dijo uno. Entonces el grandote se acercó amenazante, extendió su brazo y le arrebató la pochito.

El partido seguía, Sarmiento ganaba fácil. Tania muy junto a mí, ahora también escuchaba tan atenta como yo, el relato. La mujer se tomó su tiempo para guardar el equipo de mate y prosiguió.

“Sólo quedaba un camino: pelear”. Y no es que tuviéramos miedo, pero en casa desde siempre se nos había inculcado que pelear no soluciona las cosas, que hay que hablar y si el diálogo no daba resultados, retirarse del lugar.
Recordando la prédica familiar les hablé, pero no hubo caso y retirarnos era abandonar la Pochito.

Entonces los desafié. 
“Te apuesto la Pochito contra tu camiseta a un partido de cabeza”, le dije desafiante al grandote que tenía la camiseta de Kimberley.
Tal vez le pareció desproporcionada la apuesta, pero seguramente la vio fácil y aceptó. El partido se pactó a 7 goles. Seria “a la cabeceada” y cuando se bajaba la pelota con las piernas o el pecho se “gambeteaba”.
Les ganamos fácil. Cuando la pelota venía a media altura mi hermano me la bajaba de pecho y entonces los bailaba. Él se quedaba atrás y yo dale gambeta, caño y gol.
Cuando terminó el partido el grandote se sacó la camiseta y me la ofrendó. Le dije que se la quedara, que yo sabía muy bien lo que era el amor por una camiseta y que por otra parte para mí la única que existía era la de Sarmiento. Así que agarramos la Pochito y nos fuimos.

Cuando regresamos a Junín mi viejo nos quería matar. Con mucho esfuerzo mi madre nos puso a salvo de la justa furia paterna. ¡Pucha cómo extraño a mis padres!, dijo y se quedó pensativa.

Me la imaginé con trenzas, con sus “patas flacas” haciendo diabluras con la pelota. No sé porque me la imaginé jugando como “Taqueta” y hasta con la Verde con vivos blancos.

El partido había finalizado. Las pibas de Sarmiento otra vez habían ganado y saludaban hacia las plateas donde estaba el grueso de simpatizantes. Giraron y saludaron a la popular. 
En ese instante la mujer levantó y agitó los brazos. 
Estaba feliz: “¡Grande chiques!”, gritó y yo me sentí más de Sarmiento que nunca.

(*) Profesor en Letras e Historia y periodista. Se desempeñó como Jefe de Redacción en el Diario de la República de San Luis y como periodista en Semanario y La Verdad de Junín. En San Luis fue profesor en la Universidad Católica de Cuyo, el Nacional Juan Pascual Pringles y la Escuela Secundaria de El Trapiche. En Junín, fue director de la Escuela Secundaria N°19 y profesor en varias escuelas de nivel medio.

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