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CUENTOS VERDES: ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD, RELATOS DE LA MITOLOGÍA SARMIENTISTA

La lección de la cantina

No sé si todo tiempo pasado fue mejor, sucede que al mirar atrás nos encontramos niños o más jóvenes, y eso si es placentero. No había compromisos, no había achaques, todo estaba por aprender y estaban todos. Estaba tu viejo que era Superman y tu vieja que era la mujer Maravilla.

Por aquellos días, el barrio era como una extensión de tu patio donde todos te cuidaban. 
Salías a dos o tres cuadras de tu casa y sabías que no te iba a pasar nada. Si pasaba algo, sabías también que los vecinos te cuidaban.

Te protegían en todo sentido. Si te mandabas alguna macana, con una autoridad venida desde el fondo de los tiempos te cagaban a pedo. Bajabas la cabeza y aprendías. Y si por ahí te encocorabas, te decían “ya vas a ver con tu viejo”, y ahí se acababan los guapos. 

A los viejos se los respetaba. Sus padres jamás lo “fajaron”, más allá de un amago que asustaba, pero siempre los había respetado. Aprendió lo que había que saber y lo más importante, cómo tenía que ser. Desde esa autoridad se aprendía todos los días a través del ejemplo.

De chicos con la barra del barrio una gran parte del día la pasaban deambulando por diversos lugares del barrio, el Monte Periné, para cazar, aunque nunca mataron un pajarito, el zanjón de Capitán Vargas, recién abierto para tirarse bodoques de tierra amarilla, la cancha de BAP para escuchar los consejos de Torelli, y la cancha de Sarmiento que tenía una atracción especial.

Un sábado de primavera, a media mañana, recalaron en el estadio. Entraron por el portón grande de calle Gandini, pegado a lo que era la cancha de básquet, donde sobre una soga de ropa se alineaban cual mudas cotorras las camisetas de los jugadores que lavaba la señora de Curotto.

Ese día y, como habitualmente lo hacían, juntaron etiquetas de cigarrillos, corrieron, saltaron, escucharon el eco de sus gritos en las tribunas, se subieron al techo de la platea y, en ese deambular sin rumbo, terminaron en una de las cantinas que estaban en las esquinas del estadio.

Y de pronto fue como encontrar la olla llena de monedas de oro al final del arco iris. En los largos piletones de cemento cientos de botellitas de coca, naranja, Seven Up y hasta Leche Prima brillaban entre el hielo picado, como las monedas de oro de un botín pirata. Al costado tapadas con arpilleras botellas de cerveza.

Los grises piletones cual cofres guardaban esas pequeñas botellitas brillantes como valiosas joyas, que ante el calor del mediodía se hicieron irresistibles a la sedienta codicia. Los tres o cuatro del grupo sin pensarlo agarraron dos, tres cuatro botellas. Las que pudieron cargar.

Sabían que no estaba bien lo que hacían, porque cuando salieron se aseguraron muy bien de no cruzarse con Curotto o Perelli.

Con rapidez y sigilo hicieron las dos cuadras distantes de la cancha hasta los baldíos que había frente al campito en la esquina de Lebensohn y Aristóbulo del valle, donde estaba la prefabicada de Tatín.

Allí, sobre alguna parte metálica del charret abandonado, se las ingeniaron para abrirlas y disfrutar de ese elixir que, por la hora y la abortada exposición al hielo, estaba caliente. A pesar de eso, se dieron flor de panzada, hasta quedar tumbados en el pasto con la panza tirante. Al rato nomás algunos debieron correr a los pastos.
Si bien él no tuvo ese tipo de urgencia, si debió haber acusado algún síntoma pues su padre, al regresar del trabajo, se avivó que habían hecho alguna travesura.

Al final, terminó confesando.

Su padre escuchó en silencio y, sin decir palabra, se dirigió a la cómoda, abrió el cajón de arriba y sacó dinero del sobre blanco. Lo tomó de la mano y se encaminaron hacia el club. Durante todo el trayecto el hombre no habló. En la cantina Perelli almorzaba con su familia esperando la hora del partido.

- “Buen día, Perelli”, saludó. 
- “¿Qué haces Arturo?, contestó el cantinero.
- “Disculpame que te moleste a la hora del almuerzo y encima hoy que hay partido, pero te vengo a pagar veinte gaseosas que tomaron los pibes”. Y no agregó más nada, salvo el saludo de despedida.

Ninguna palabra al regresar. Lo observó de reojo, estaba un poco asustado, su padre no parecía enojado. Tenía una actitud serena, en ningún momento le hizo reprocha alguno. De la mano hicieron esas cuadras eternas en silencio. 

Había hecho algo que estaba mal y su padre había hecho lo que se debía hacer.

No hubo paliza. Para qué si estaba tan dolorido como si hubiera recibido la más terrible de las golpizas. No hubo humillación, para qué si, al darse cuenta de lo que había hecho, estaba tan humillado como si lo que pasó lo supiera todo el mundo.

Allí, en esas pocas cuadras, de la mano de ese honesto anarquista, aprendió la lección que iba a recordar el resto de su vida.

Cuando llegaron a la casa el hombre sencillamente explicó: “lo que no es tuyo no se toca y si lo querés, te lo ganás.” 

Después, cuando se sentaron a la mesa, su padre sencillamente dijo: “las ‘Flechas’ que íbamos a comprar este mes, serán para el que viene”.

Y no hubo más sobre el tema.

(*) Profesor en Letras e Historia y periodista. Se desempeñó como Jefe de Redacción en el Diario de la República de San Luis y como periodista en Semanario y La Verdad de Junín. En San Luis fue profesor en la Universidad Católica de Cuyo, el Nacional Juan Pascual Pringles y la Escuela Secundaria de El Trapiche. En Junín, fue director de la Escuela Secundaria N°19 y profesor en varias escuelas de nivel medio.

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