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CUENTOS VERDES: ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD, RELATOS DE LA MITOLOGÍA SARMIENTISTA

El último elegante

Hubo un tiempo en que los hombres iban a la cancha de saco y corbata y las pocas mujeres que concurrían lo hacían de vestido largo con hombreras. Eso sí: disfrutaban y sufrían con la misma pasión que ahora en musculosa y bermudas.

Don Martín, hincha de Sarmiento de toda la vida, llamaba la atención por su elegancia. Nunca a pesar del paso de más de medio siglo había cambiado. Seguía siendo un hombre atildado en el vestir y medido en sus gestos.

Los días de partido, con frío o con calor, con sol, viento o lluvia, don Martín se destacaba por su compostura y prestancia.
En verano entre los transpirados torsos desnudos, las camisetas verdes, los tatuajes, las bermudas y sandalias. En invierno entre las bufandas y camperones su figura garbosa de saco y corbata se distinguía.

Parecía escapado de una foto de la tribuna de aquel primer partido en el Eva Perón contra Colón de Santa Fe, en la vieja primera división B por la que Sarmiento transitó durante tantos años. En aquellas fotos de 1952, todos los hombres casi sin excepción lucían de traje, chaleco, corbata y sombrero.

Con el tiempo y siguiendo el mandato de las nuevas modas, la indumentaria fue cambiando. Los pantalones de vestir dejaron paso a los vaqueros. Al poco tiempo aparecieron los Lee, con la novedad que desteñían, después conocidos popularmente como “jins”; los zapatos, a las zapatillas Flechas, después fueron las Adidas y, enseguida, un aluvión de marcas deportivas que trastocó notablemente el paisaje tribunero. 

Más allá de estos cambios la indumentaria de don Martín permanecía inmutable. Por los ‘70 no se notaba tanto ya que aún había otros que, como él, seguían vistiendo elegantemente. Por otra parte, esas nuevas vestimentas “sport” conservaban aún una cierta elegancia.

El golpe de gracia al buen vestir fue la aparición de las bermudas, las musculosas, las camisetas, las sandalias y las ojotas. En ese momento fue cuando la atildada figura de don Martín contrastó con exageración.

Como la mayoría de los cambios sociales, la cuestión del vestir fue paulatina. Las vidrieras del centro marcaban los cambios. Empezaban a convivir los “jins” y las remeras y chombas coloridas, con los sacos y las corbatas. 
Aparecían defensores y detractores de los nuevos trapos. Por aquella época en una casa de ropa de hombres que marcó la moda juninense por años, el fundador de la misma se resistía con firmeza a incorporar en sus estantes y vidrieras los vaqueros y las vistosas remeras. “Acá se vende ropa elegante no pantalones de lona, ni trapos ridículos de colores”.
Ni sus hijos primero ni sus nietos después pudieron convencer al exquisito sastre de que los tiempos habían cambiado. Ni aún los números de la caja que caían día a día lo hicieron desistir, hasta que poco antes de su muerte el negocio sucumbió a los nuevos designios de la moda.

Del otro lado, los más jóvenes eran los más entusiastas en acompañar las nuevas tendencias que por lo general explotaban en la temporada primavera verano. 
Así, el centro que era como la pasarela de la ciudad, comenzó a mostrar las primeras musculosas, bermudas y sandalias que traían los jóvenes que veraneaban en Brasil. Poco después estas prendas eran las estrellas de las vidrieras. Eran los tiempos de la coupé Torino y la Chevy.

Para salir se usaban los pantalones Oxford, camisas sicodélicas y zapatos con plataforma. Los más osados hasta se animaron a la carterita.

Sin embargo, una gran cantidad de hombres grandes y de mediana edad continuaban aferrados a la moda de una época que había caducado y que ya no estaba vigente. El traje cruzado con chaleco, los pantalones con botamangas y hasta el funyi se resistían en aquellas finas estampas.

Visto ahora todo pasó vertiginosamente como en una película de Chaplin y mientras la cinta pasaba al color, la figura de don Martín quedaba estática en blanco y negro, sin cambiar nada.

Así con el paso del tiempo, partido tras partido, la atildada figura de don Martín se hizo entrañable para los hinchas del sector popular del estadio. La mayoría de las veces acodado en la pared lateral que da sobre calle Arias y que marcaba el final de la tribuna popular.

Hombre de Sarmiento a carta cabal al punto tal que repetía constantemente en las interminables charlas sobre el verde “yo sufro cada vez que Sarmiento pierde por los puntos. Pero sabe una cosa, no sufro un rato, sufro toda la semana”.

Por supuesto que no pasaba desapercibido. Ni en la calle ni en la cancha. Su elegancia se paseaba por la ciudad llevando siempre un portafolios con los papeles de su trabajo. Porque don Martín no era ningún “dandy”: era un hombre de trabajo, honesto y amable. Era un tipo querido.

Un día, cuando el elegante pasaba por la popular, un pibe de la barra, de esos que alientan todo el partido y siguen al verde allá donde sea le gritó: “¡¡¡Eh!!! Don Brioloti cómprese una camiseta del verde ahora que tenemos ‘choping’”.
Don Martín sonrió, levantó la mano a modo de saludo y cortésmente contestó, “un día de estos me compro una y la traigo a la cancha” y los pibes de la barra festejaron la respuesta, “grande don Brioloti”.

Esa tarde el Verde ganó y como siempre fue la marcha y la alegría en el estadio y en el barrio y se desparramó en gritos de victoria y vivos comentarios por las calles de la ciudad, confiterías y boliches y en cada hogar sarmientista.

Don Martín llegó contento a su casa. Cómo no iba a estarlo él, que sufría toda una semana con una derrota.

En la semipenumbra de su habitación, se quitó el saco despacio, y lo colgó con prolijidad.

Después lentamente desabrochó su camisa, le hizo un guiño al espejo, sonrió y dijo bajito, sin estridencias: “¡Vamos verde querido, carajo!”

Cuando ya se había quitado la camisa, el espejo le devolvió su imagen, con la camiseta más hermosa del fútbol argentino. La que siempre llevaba a la cancha, debajo de su impecable traje. ¡La gloriosa verde con vivos blancos del CAS!

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