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PUNTO DE VISTA

Patriotismo auténtico y sustituto

En vez de definir el patriotismo, describiremos qué sentíamos de niños y adolescentes, cuando en fechas patrias cantábamos el himno nacional, izábamos la bandera o desfilábamos alrededor de la plaza al compás de una marcha patriótica.
Los maestros nos referían las virtudes de los “padres de la patria”, las acciones desinteresadas que emprendieron para alcanzar el ideal de fundar primero y consolidar después la nación que habitamos.
¿Nos emocionábamos realmente? Creo que sí o, tal vez, sólo experimentábamos una conmoción pasajera que nos sacaba de la rutina, sin comprender demasiado el significado de todo eso. Pero una cosa es segura, como toda vivencia compuesta de sentimientos e ideas, aquello dejaba su impronta en las estructuras profundas del alma, más que en la memoria.    
Pasaba el tiempo y, adolescentes primero, después jóvenes, comenzábamos a trascender del escenario familiar para pasar a formar parte de grupos de pertenencia: amigos, equipo deportivo, compañeros de estudio, centro de estudiantes, adhesión a un partido político.
Transcurridas las primigenias manifestaciones del sentimiento de patria solían prevalecer, al llegar la adultez, los componentes racionales por sobre los meramente exaltatorios; aparecía, diríase, la necesidad de explicar, de explicarse para sí, qué cosa es la patria.
Surgía entonces una nueva categoría para caracterizar ser miembro del colectivo nacional: la de los compatriotas, es decir todas las personas que comparten aquellos sentimientos y, en especial, un destino común orientado al bienestar general y el desarrollo de una nación próspera e igualitaria.

La riesgosa degradación del patriotismo

Los mitos son reales en un doble sentido: por una parte, se generan en las profundidades del alma, como representaciones de experiencias, agradables y desagradables, vividas individual y colectivamente. Por otra parte los humanos tienen tendencia a asignarles operatividad sobre la actualidad, creyendo que los mitos poseen un modo de existencia propio, distinta de la realidad natural.
Hasta mediados del siglo XIX la de guerrero era una de las ocupaciones de más alto rango, de manera que sus jefes, si además de defender los límites territoriales eran capaces de conducir los ejércitos a la victoria en guerras de conquista, pasadas dos o tres generaciones, eran exaltados a la categoría de héroes, es decir, se convertían en personajes mitológicos.
No es cierto que todo pasado fue mejor. En todas las épocas hubo buenos y malos, y en la política se opuso la defensa de valores fundados en la ética a la ambición por disfrutar del poder. La patria se concebía como el ámbito donde era posible realizar esos valores; pero quienes la usaban para instalar estructuras y instrumentos, materiales o simbólicos, que les facilitaran el ejercicio de ese poder, tendían a enmascarar sus ambiciones con el falso relato de que ellos eran los depositarios de un mandato que los identificaba, de un modo sesgado, con el patriotismo: sólo eran patriotas quienes aceptaran su visión de la historia y la ideología programática que proponían.
Hoy, los héroes y próceres del pasado y el aura mítica que los rodeaba, han perdido vigencia histórica. Han aparecido otros sucesos y personajes, de hecho incorporados a un “patriotismo” sustituto: una guerra que no debió declararse, los campeonatos de fútbol y los jugadores estrellas, los gobernantes autocráticos. Integrantes de lo que no vacilo en calificar una neomitología sustituta del patriotismo.


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