¿EVASION IMPOSITIVA EN EL CAMPO?

"Santa soja" permite al Estado apropiarse del 70% del ingreso de los productores rurales

La organización de una sociedad civilizada, desde hace algo más de dos siglos, es el Estado.

Por Luis Domenianni

Una de sus funciones, tal como lo señala el preámbulo alberdiano de la Constitución Nacional es promover el bienestar general. Elemento teórico que requiere de recursos financieros para tornarse práctico. Y los recursos, como todo el mundo sabe, surgen del cobro de impuestos.
Ahora bien, otro principio, el de la equidad social, determina que la mayor contribución a ese bienestar general debe surgir de los sectores de mayor acumulación de riqueza. Dicho de otra manera, a mayor patrimonio, mayor obligación fiscal. Pero, si la acumulación de patrimonio constituye un proceso lento, las ganancias, en cambio, pueden darse en un período corto, a veces hasta muy corto, producto de coyunturas extremadamente favorables para algunas actividades, por lo general, en detrimento de otras. La respuesta estatal que no violenta el concepto de aporte de los que más tienen al bien común es la tributación sobre las ganancias. Ambos, patrimonio y ganancias conforman los fundamentos de una justa recaudación impositiva.

La voracidad

Todo cambia cuando por razones de emergencia fundada, en algunos casos, o de voracidad fiscal, en la enorme mayoría, el Estado mete mano sobre otros conceptos que desvirtúan aquella equidad social. En la Argentina, como en cualquier parte del mundo, las emergencias fundadas -estado de guerra, catástrofes naturales- son finitos en el tiempo, la voracidad fiscal, en cambio, adquiere características de estadio normal, o mejor dicho, habitual como modo de relación entre el Estado y las personas, ya sean físicas o jurídicas.
Seguramente, el IVA que recae sobre toda la población pero afecta por-centualmente en mucho mayor medida a los sectores de bajos ingresos -ni que hablar de los carenciados- constituye el ejemplo más claro de ese acostrum-bramiento a la voracidad fiscal que viola sin asco la equidad social.
No tan patética pero no menos dramática, cuando de principios se trata, es la retención que el Estado ejerce sobre la producción agropecuaria, para ser más exacto sobre los cereales y oleaginosas exportables, la carne vacuna y la leche vacuna. Porque el productor agropecuario no está exento de pagar ninguno de los impuestos que paga el resto de los actores económicos pero además debe mantener como socio al Estado que se apropia directamente de un pedazo de su renta, aunque se desobliga de la obligación societaria cuando la renta, por razones climáticas o de precio internacional, se transforma en pérdida.

El maltrato

Si la retención no tiene otro justificativo que la voracidad fiscal, muy difícil le resulta entender al productor, cuando su socio forzoso lo maltrata. Las recientes declaraciones de Santiago Montoya, el recaudador de la provincia de Buenos Aires, y émulo mediático del secretario de Comercio y ministro paralelo de Economía, Guillermo Moreno, en el sentido de que "todos" los productores de la provincia evaden y que "no hay nada que hablar, sólo hay que pagar" demuestra una actitud que roza en lo patoteril frente a quienes, en la práctica, resultan el soporte básico del éxito macroeconómico que evidencian las cuentas públicas.

Las diferencias

No se trata aquí de favorecer, ni amparar, eventuales evasores de impuestos. Por el contrario, a quienes se los detecte se les debe aplicar todo el rigor de la ley. Pero la generalización de un sector como infractor no solo es un despropósito, sino que contribuye a fomentar antinomias que tanto daño produjeron en la historia argentina. Campo e industria no son opuestos, ni debieran serlo. El romance que vivencia el segundo período kirchnerista -arrastre del primero- con las organizaciones industrialistas en una nueva e hipotética búsqueda de conformar un "capitalismo nacional" contrasta con el enfrentamiento cuasi permanente que muestra frente a sus similares agropecuarias. Para unos todo, para otros nada. Unos reciben, otros pagan.
Nadie puede discutir que la conjunción entre altos precios internacionales y devaluación cambiaria produjo el "boom" del agro argentino. Cierto es que si los precios internacionales devienen de una coyuntura ajena a la voluntad de cualquier gobierno nacional, el tipo de cambio alto es una decisión de política interna. Pero, no menos cierto es que, a diferencia de otros sectores, la producción agropecuaria argentina aprovechó la coyuntura favorable con un fuerte grado de inversión. Los altos rendimientos de las cosechas así lo demuestran.

Lo que queda

Quizás algunos datos ayuden a comprender el problema. Si se toma en cuenta el caso de la soja -la "santa soja" para el productor y para el Estado-, la política gubernamental implica para el ruralista una pérdida de algo más del setenta por ciento -repito, setenta por ciento- de sus ganancias, computados todos los impuestos más las retenciones. En los casos del trigo y el maíz, la pérdida de ganancias es un poco menor, pero en dicha pérdida queda incluida la intervención del Estado para impedir que los precios internos suban, léase cierre de los registros de exportación y aprietes a la industria molinera para que no paguen más allá determinados valores. Tanto en la carne como en los lácteos, el intervencionismo estatal sobre los precios -más allá de impuestos y retenciones- genera permanentes protestas y cierre de explotaciones o abandono de la actividad.
En síntesis, el campo se siente discriminado y atacado por las decisiones gubernamentales. Y, la sangre no llega al río gracias a los valores internacionales de los commodities argentinos. "Santa soja".

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