MARKETING APLICADO

Coleros

Malestar innato.

Resongan, resoplan, respiran, suspiran y aspiran. Los coleros del banco absorben y expulsan malestar ante el destrato bancario. Personas simpáticas mutan a insoportables compañeros de fila incorporando rasgos de intolerancia a la mañana. Razones no faltan; la lógica del servicio expone desinterés por la experiencia final de los clientes.  
El aire acondicionado no funciona bien y el soplido quejoso se transforma en fuerza eólica que refresca los flequillos tristes del verano. De fondo, y en sumas incalculables por el oído amateur, suenan los billetes ajenos agregando envidia como sentimiento que completa el cuadro de la cola del banco.
El hombre de bigotes sufre el goteo de sus fauces; el clima está espeso y el guardia de seguridad, en casi una justificación de su tarea, inicia una investigación sobre el sujeto que anota cosas en un cuaderno. Una y mil hipótesis merodean su cabeza, tantas que seguramente descartó la posibilidad de ser descripto en la columna de un diario. Su cara de buen padre no esconde la incomodidad y la “maldita” obligación de hacer “algo al respecto”. Su cara dicta pensamientos incómodos: “Será un estratega del mal planificando un asalto o un gestor de calidad de la empresa controlando como trabajamos”. ¿Qué hace este muchacho escribiendo en un cuaderno?
La respuesta es mía y para ustedes; en tal caso si conocen al señor de seguridad del banco, indíquenle que el cuaderno a mano alzada tan sólo redactaba estas ingenuas líneas como un simple pasatiempo.
Las quejas me rozaron como balas de una película de ciencia ficción (quien vio Matrix me entiende). Mis oídos quedaron inmunes a las quejas y mi juventud quedó resguardada de esa costumbre arraigada: “Como puede ser, a dónde vamos a ir a parar, se perdieron los valores, no les importa nada; pero que les vamos a importar; son de lo que no hay”. Una serie de conclusiones al aire, sentencias que en ningún caso fueron canalizadas por la vía pertinente. A un costado, el libro de “sugerencias” descansaba con sus hojas en blanco. Sobre la misma mesa, una serie de revistas de contenido interesante gozaban de perfecto estado de salud; nadie las toca.
Fueron tan sólo veinte minutos de espera; mucho tiempo para los profesionales de la queja y tan sólo un instante para quienes tratamos de alejarnos (a veces sin éxito) de esa costumbre de quejarnos de todo.
Está claro que el banco de calle Arias no tiene los suficientes cajeros en horas pico. Ni que hablar de otros del microcentro. Todos sabemos que no somos tratados como merecemos, que se podría mejorar el servicio y tantas otras cosas más. A partir de esta realidad creo hay algunos caminos alternativos. Podríamos canalizar la queja por la vía correspondiente y esperar resultados; leer alguna revista o establecer una conversación que no tenga en cuenta el clima o en el último de los casos redactar una columna de viernes de enero. Eso fue lo que hice.

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