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¿Sin solución para la inflación?

Dos docentes de la UNNOBA intentan dar respuestas al eterno problema argentino

Para graficar la dificultad que significa abordar el tema de la inflación en la Argentina, el presidente Mauricio Macri sostuvo en varias oportunidades que el índice promedio de los últimos 80 años fue del 62.5% anual, sin contar los años de hiperinflación. También dijo en distintas declaraciones públicas que este es un asunto resuelto “por el 99% de los países”, por lo que no debería ser imposible de solucionar.

Sin embargo, la inflación sigue siendo un problema coyuntural y permanente para los argentinos, al que no se le encuentran respuestas. ¿Por qué es esto? Podría deberse a que “hay países desarrollados, subdesarrollados y, además, Argentina”, como señala, entre risas, el magíster Guillermo Fontán, docente de Microeconomía y Macroeconomía de la UNNOBA, parafraseando la famosa sentencia del Nobel de Economía Simon Kuznets.

Ironías al margen, lo cierto es que los especialistas suelen coincidir en que el origen de esta problemática tiene que ver, fundamentalmente, con el déficit fiscal. Es decir: con que el estado gasta por encima de sus ingresos.

“El tema de fondo es que la inflación tiene una causa que es una alta emisión monetaria para financiar el déficit fiscal –explica Fontán–, y este déficit se da cuando se gasta más de lo que se tiene. Este es un punto central”.

En el mismo sentido, el doctor Carlos Alberto Salguero, quien también es docente de Microeconomía y Macroeconomía en la UNNOBA, afirma que, en distintas ocasiones, nuestro país fue “irresponsable” a la hora de manejar sus cuentas: “Para los políticos es impopular ajustar el gasto público y lo que normalmente hacen es gastar más allá de nuestras posibilidades.

Entonces, para financiar ese exceso, se apela a la emisión de billetes: el Banco Central tiene la posibilidad de hacer ese efecto, denominado señoreaje, que consiste en las utilidades que percibe la autoridad monetaria por el derecho de emisión de moneda. Frente a ello, las personas que deben usar el signo monetario no saben a qué tasa se expande la cantidad de dinero ni la pérdida de poder adquisitivo de las monedas de reciente emisión, que termina siendo un engaño o lo que se conoce como ‘ilusión monetaria’ puesto que las personas, dado que nominalmente tienen más dinero, creen que son más ricas y que con eso podrían comprar más, pero en realidad el crecimiento de los precios es más grande y el poder adquisitivo del dinero cae”.

Corrientes de pensamiento

Fontán señala que hay, básicamente, dos grandes corrientes que explican este tema: la ortodoxa y la heterodoxa. La primera plantea que, a partir de un gasto público exacerbado que se financia con emisión, debería aplicarse un freno a esa impresión de billetes y una reducción del gasto, algo que podría tener “costos no deseados en la economía real”.

Es que para Fontán resulta clave que “si aumentan los precios relativos de todos los bienes y servicios, incluido el salario, se supone que no habría inflación, pero en realidad la inflación genera disparidad en el aumento de precios relativos, con lo cual suelen elevarse los precios de bienes y servicios y no los salarios”. Y ahonda: “El razonamiento ortodoxo suele proponer el congelamiento de salarios y no de precios, y acá hay un tema ideológico por el que siempre se va contra los haberes y no se hace lo mismo con los principales formadores de precios que, con mercados imperfectos o monopólicos, trasladan el aumento de costos a los precios y de esta manera se genera una brecha muy fuerte”.

La segunda corriente, la heterodoxa, interviene más sobre el control de precios como política antiinflacionaria.

Salguero (responsable del Área de Economía de las carreras de Contador y Licenciatura en Administración de la UNNOBA) opina que, siendo que la inflación es un fenómeno monetario, más allá de la teoría por la que se aborde el tema, en el largo plazo “todas coinciden en que el incremento de los precios acompaña al exceso de la oferta monetaria por encima de lo que el mercado demanda”.

Según su análisis, esto genera, además, una cuestión adicional y es que, cuando la inflación se exacerba y se acelera, los precios dejan de cumplir con su misión esencial, que es la de transmitir información: “Entonces esa información empieza a verse trastocada y los agentes económicos hacen sus previsiones en un marco de mayor volatilidad y convulsión. Y tienden a tomar, como medida precautoria, la presunción de precios no guiados por la eficiencia económica ni por el propio sistema, lo que hace menos previsible el futuro y genera una enorme distorsión en la estructura de recompensas de todos los bienes que se producen en la economía”.

Traducido: esa incertidumbre hace que se produzcan aumentos por las dudas. “Lo cual, nos aleja del sentido de eficiencia que debieran tener los precios: dejan de operar con la función esencial que tienen”, insiste Salguero.


 Éxitos efímeros y fracasos permanentes


¿Por qué Argentina nunca pudo implementar un programa exitoso, consistente y sostenido? El fracaso de los programas antiinflacionarios que se implementaron en Argentina se debe, según Fontán, a un error de origen y es “que nadie se anima a tomar una decisión” en serio para financiar el déficit fiscal con recursos genuinos: “Hasta que no se entienda que hay que gastar menos de lo que se tiene, esto va a seguir siendo una situación crónica”.


Desde su mirada, los dos programas que tuvieron un éxito relativo, aunque no se consolidaron en el tiempo, fueron el Plan Austral, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, y la Convertibilidad en la gestión de Carlos Menem. El economista considera clave el hecho de que, en ambos casos, “hubo una concertación, que es fundamental en un plan de estabilización y para eso deben sentarse a una mesa todos los sectores que intervienen a la hora de fijar precios de bienes y servicios para llegar a acuerdos”.

En ese contexto, asevera que el plan a ejecutar debería ser una combinación de corrientes: “La gran novedad que tuvo la Argentina en 1985 con el Plan Austral, que venía de un proceso inflacionario muy fuerte, fue que se fusionaron elementos ortodoxos y heterodoxos: atacando, por un lado, la cuestión financiera, y por otro, la economía real. Es importante tener presente hasta dónde se pueden aplicar estas medidas. Si la suba de impuestos es una receta ortodoxa: ¿Qué impuestos se aumentan? ¿Al consumo o a la renta? Otra característica de la ortodoxia es el aumento de tarifas, algo que si no se controla, es fácil saber lo que sucede. Entonces las herramientas pasan por tratar de dividir un poco y un poco, ¿por qué siempre el peso del ajuste lo pagan los más vulnerables cuando lo podrían pagar otros sectores?”


 “El ajuste no es una mala palabra”


Para Salguero, en tanto, es imperioso hacer las reformas necesarias de fondo. “El ajuste no es una mala palabra: es el equilibrio de las cuentas públicas, que es el gran problema de la Argentina, y este país hace más de 70 años que tiene desajustes en ese rubro”, advierte.

El ordenamiento de las cuentas se traduce, en este caso, en establecer prioridades. “Es lo mismo que cuando uno tiene que reformular las condiciones de vida en su casa –ejemplifica Salguero– la única diferencia es la escala: si uno sabe que no puede pagar el cable, la cuota del club y la medicina prepaga, decidirá conforme a su escala valorativa cuáles son los ajustes que debe hacer para llegar a fin de mes. El Gobierno también debe hacer su trabajo que, en su caso, consiste en adecuar el gasto a los recursos con que se cuenta para no reincidir en diversas estructuras de financiamiento, como inflación o deuda”.

 

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