El paraguas defensivo norteamericano terminó. Lo reemplaza el sometimiento de quienes aspiran a contar solo con apoyo diplomático. De su lado, la extrema derecha crece electoralmente en Alemania, pero recibe rechazo de la mayoría electoral. Y en Austria, pese a ganar, no logra formar gobierno.
Fue una emboscada. Una actuación para nada espontánea. Un armado para humillar a un dirigente de una nación que resiste. Es la conclusión a la que llegan los jefes de Gobierno de todas las democracias liberales que expresaron masivamente su solidaridad con el presidente ucraniano Volodymyr Zelenski.
El altercado protagonizado en la Oficina Oval de la Casa Blanca entre el mencionado Zelenski y el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, con la presencia activa de su vicepresidente J.D.Vance, es la confirmación del inicio de una nueva era en las relaciones internacionales.
Es que para los Estados Unidos del presidente Trump, los valores de la democracia, del estado de derecho y de los derechos humanos dejaron de ser prioritarios.
A cambio prevalece el sentido de la fuerza. Así, solo los poderosos -militarmente- están en condiciones de opinar y tomar decisiones. Para el resto, solo queda el acatamiento.
Allí está el por qué del viraje a favor de la Rusia del presidente Vladimir Putin quien acaba de ganar una batalla diplomática sin ni siquiera mover un dedo. Se la regaló el tándem Trump-Vance.
No es algo nuevo. Por el contrario, es bien antiguo. En mucho se asemeja al “dreikaiserbund”, aquel pacto del siglo XIX firmado por los emperadores de Alemania, de Austria-Hungría y de Rusia para repartir sus respectivas esferas de influencia e impedir la difusión de la democracia y del liberalismo político.
Bajo estas circunstancias, tanto Ucrania como Europa, concluyen que ya no pueden contar con los Estados Unidos. Para Ucrania significa continuar combatiendo. Para Europa, abastecer militarmente a Ucrania y avanzar en el involucramiento diplomático en el conflicto.
No queda espacio para la prudencia. Donald Trump lo cerró cuando le dijo a Volodymyr Zelenski que si no firmaba el acuerdo (sobre las tierras raras) se quedaba sin el apoyo norteamericano. Europa debe tenerlo en cuenta.
En particular, franceses y británicos que desfilaron durante la semana por la Casa Blanca. Ni el presidente francés Emanuel Macron, ni el primer ministro británico Keir Starmer, con sonrisas y buenos modales, lograron arrancar compromiso de seguridad alguno.
La conclusión es obvia: están solos. Si aspiran a formar parte de la discusión deben mostrar fuerza. Y deben hacerlo sin perder los valores de libertad, democracia y estado de derecho.
¿Pueden hacerlo? Pueden. Les hace falta voluntad y grandeza. Deben limitar o abandonar programas de cualquier tipo en aras de incrementar los gastos en defensa y, en tal sentido, deben preparar a las opiniones públicas de sus respectivos países. Deben correr el riesgo de perder votos.
Deben, además, mostrar unidad. Si es necesario dejar de lado a quienes hacen el juego del tándem Putin-Trump como el húngaro Viktor Orban o el eslovaco Robert Fico.
No se trata de construir el mentado ejército europeo, tarea que puede llevar varias décadas. Se trata de llevar a cabo una política común en materia de seguridad y de diplomacia. Todo un desafío. Suele ocurrir que una crisis se convierta en una oportunidad. Tal vez sea el caso.
De momento, Fiederich Merz, el probable canciller alemán parece ser el político europeo que no apuesta al enfoque voluntarista que expresaba el presidente francés Emanuel Macron. El futuro gobernante alemán considera que la suerte de la Unión Europea y de la OTAN están echadas. O sea que, con Trump, no cuentan.
Alemania
Existen dos lecturas posibles sobre las recientes elecciones legislativas alemanas. La primera consiste en ponderar el significativo avance de la extrema derecha. La segunda prioriza el rechazo que la extrema derecha recibe de los votantes en general.
El 20,8 por ciento del total de los votos que obtuvo Alternativa para Alemania (AfD) -extrema derecha- representa un incremento del 114,7 por ciento respecto de la votación anterior en 2021 y consagra así 152 diputados o sea 69 más de los que contabilizaba.
Parece una performance envidiable. No lo es tanto. El rostro de circunstancia de la jefa partidaria Alice Weidel, en medio de la algarabía de sus partidarios, parece indicar que el crecimiento fue exponencial, pero insuficiente.
Varias son las razones que diluyen el alcance de la penetración electoral ultraderechista. La primera es, obviamente, que no alcanza. No es suficiente para aguardar un llamado a formar gobierno. Ni siquiera para impedir que una coalición de solo dos miembros dirija Alemania por los próximos cuatro años.
Ocurre que la suma de legisladores conservadores y de legisladores de la socialdemocracia es mayoritaria por sí sola sin necesidad de recurrir a terceros partidos como, por ejemplo, Die Grunen, (Los Verdes).
Una coalición de dos partidos resulta siempre más homogénea que otra integrada por más partidos. Por caso, la de socialdemócratas, verdes y liberales que se rompió en 2024 por la salida de los últimos y forzó, en consecuencia, la elección anticipada.
Pero el “algo artificial” de la sonrisa de Weidel la noche de la votación debe buscarse en una sensación de techo para el guarismo de Alternativa para Alemania.
Primero porque no queda otra que, en principio, resignarse a cuatro años por delante de oposición. Segundo porque, con matices, los votantes favorables a la democracia liberal, a la Unión Europea, al apoyo a Ucrania suman el 60,9 por ciento del electorado, frente al 39,1 que apoyan expresiones autoritarias.
Además, una eventual coincidencia entre los autoritarios no resulta fácil de alcanzar. Y es que hacer convivir a ultraderechistas de la AfD con izquierdistas del Die Linke -neocomunista- y populistas como la Alianza Sahra Wagenknetch (BSW), no parece sencillo.
De allí entonces que la alegría ultraderechista sea más mediática que real. Por otra parte, la extrema derecha constata, nuevamente, que su resultado electoral es muy bueno en la antigua República Democrática Alemana, pero que no logra hacer pie en la ex Alemania Occidental.
Turno ahora del jefe conservador Friedrich Merz de formar gobierno con los socialdemócratas, negociación sobre programa común y sobre el reparto ministerial, que no debe demorar demasiado tiempo.
En definitiva, los partidos ultraderechistas enfrentan una contradicción difícil de superar. En particular, frente a las democracias parlamentarias europeas cuya naturaleza exige, para formar y permanecer en el gobierno, la conformación de una mayoría legislativa.
Austria
Es buen ejemplo, por caso, la reciente constitución del gobierno austríaco. Allí, la ultraderecha fracasó en su intento de formar gobierno con los conservadores. La elección transcurrió el 29 de setiembre de 2024.
El resultado electoral fue el triunfo del Partido de la Libertad de Austria (FPO, extrema derecha) con el 28,8 por ciento de los votos. Ocho puntos por encima del obtenido por sus colegas de Alternativa para Alemania.
Como corresponde, el presidente de la República austríaca invitó al líder del FPO, Herbert Kickl a formar gobierno. Y Kickl fracasó. Los conservadores del Partido Popular (OVP) dieron la espalda cuando Kickl respondió negativamente a la demanda de ceder la Cancillería, es decir la jefatura de gobierno.
La respuesta conservadora no se hizo esperar. El líder de la agrupación, Christian Stocker, negoció y encolumnó a la social democracia y a los liberales. Así, con 51 conservadores, 41 socialdemócratas y 18 liberales totaliza una mayoría de 110 legisladores, 18 más de los necesarios para formar gobierno.
El resultado electoral demuestra que, pese a su avance, la extrema derecha no logra dejar de ser minoritaria. En el caso austríaco, consagró 57 diputados, lejos de los 110 del nuevo gobierno a los que sería posible agregar los 16 verdes que no integran la coalición.
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