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Reino Unido: entre el camaleón y el gatopardo, la habilidad política de Boris Johnson

Sin dudas, el avance del Covid-19 debería ser la principal preocupación de los británicos al cierre del año 2020. El crecimiento de los casos pero, sobre todo, de los fallecimientos así debería indicarlo. Sin embargo, no lo es. Al menos, desde la perspectiva de una sociedad que observa marchas y contra marchas semanales al respecto.
Desde la minimización inicial con la aparición de la pandemia hasta los confinamientos más o menos estrictos pasando por los cierres de fronteras interiores, en particular en Escocia y sobre todo en Gales, el Reino Unido experimenta –no es la excepción- miedos y desenfados sin solución de continuidad, alentados ambos por el hartazgo social.
No obstante, la serie de las últimas doce semanas revela un crecimiento de la letalidad exponencial, si se la mide por número de fallecidos por millón de habitantes. Para comprender la dimensión de la segunda ola del coronavirus, hace 12 semanas, el Reino Unido contaba con 625 fallecidos por millón de habitantes por causa de la pandemia, para llegar a 832 en la actualidad.
Difícil juzgar las consecuencias políticas, debidas por lo general a múltiples factores. Aunque la dimensión de la segunda ola de la pandemia es tal que no resulta aventurado especular que la visión de la sociedad sobre el gobierno está fuertemente vinculada con la gestión sanitaria.
Desde la economía, los datos son decididamente poco alentadores. Durante el segundo trimestre, la contracción del Producto Bruto Interno (PBI) alcanzó el 20,4 por ciento, considerada la más grave de Europa. 
Cierto es que el tercer trimestre arrojó una recuperación del 15,5 por ciento. Pero, las perspectivas para el último trimestre del 2020 no resultan nada halagüeñas. Medida anualmente, computados tres trimestres de 2020, contra la finalización del año 2019, la disminución del PBI es del 9,7 por ciento.

Camaleón político
Pero el jefe del gobierno conservador del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte no es alguien sin capacidad de reacción. Ni alguien dispuesto a la resignación frente a una situación contradictoria. Mucho menos alguien que se paraliza y no da pelea.
Conocedor de su elocuente triunfo en las elecciones del 2019 cuando consiguió aglutinar una mayoría segura para avanzar a paso resuelto en el retiro del Reino Unido de la Unión Europea, el primer ministro Boris Johnson hace cuanto indica el manual del buen político: da pelea.
Y para dar pelea, elige una táctica prevista también en ese manual imaginario: la táctica de tomar la iniciativa. Para ello, comienza por el trillado reconocimiento “de la cosa está mal”. Para agregarle, de inmediato el “pero no es mi culpa”. Y renglón seguido, “estos son los culpables”. Finalizado por un “del gobierno se van”.
Para comenzar: Cummings y su violación de las reglas del confinamiento y para seguir, varios responsables de aquella campaña exitosa del Brexit de 2016. En el manual del buen político, a esto se le llama “oxigenar”.
De ese “oxigenar” forma parte el recuperar los lazos con los diputados tories, inquietos por los resultados en las encuestas. También la creación de dos grupos de trabajo para reconstruir lazos con Escocia y con Gales, cuyos gobiernos y parlamentos locales llevaron a cabo políticas decididamente opuestas a la del primer ministro en materia de combate a la pandemia.
Audaz –hacia adelante-, el primer ministro anuncia la prohibición, a tono con la ola verde que invade el Viejo Continente, de la comercialización, a partir de 2030, de vehículos alimentados a nafta o diésel.
A velocidad de vértigo, los anuncios de cambios se suceden uno tras otro. Así, en plena pandemia y, por ende, en plena recesión económica, el jefe del gobierno informa, sorpresivamente, un incremento del 10 por ciento en el presupuesto de la defensa nacional.
¿Qué dice el primer ministro al respecto? Justifica la decisión de manera pública sin negar, ni menospreciar la situación sanitaria. Pero, sostiene que la defensa del Reino Unido es una “prioridad”. Exagera que la “situación internacional es la más peligrosa desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Y asegura que se trata de defender “nuestro pueblo y nuestro modo de vida”.

De pandemias…
El primer ministro Johnson sabe bien que pese a la proximidad del último mes del año, 2020 no está terminado, ni mucho menos. En primer lugar porque al igual que el resto del Viejo Continente queda la pandemia y la promesa de levantar el confinamiento a partir del 02 de diciembre 2020. Camaleón al fin, el primer ministro dispuso limitar el confinamiento.
Y ello, si por limitar la sociedad británica –y la actitud política de los conservadores en la Cámara de los Comunes- se acepta juzgar como tal un levantamiento parcial de las restricciones en la isla de Wight (sud), en el Cornualles (región del sudoeste) y en las islas Scilly, en el extremo sudoeste.
La isla de Wight, donde ubicó su residencia de verano la reina Victoria y mencionada en el tema de Los Beatles “When I’m sixty four”, cuenta con 140 mil habitantes. La mágica y céltica Cornualles, con idioma propio, es un condado de 530 mil habitantes. Y en las Scilly, viven algo más de 2 mil habitantes. 
En síntesis, solo algo menos de 700 mil personas serán “beneficiadas” por un confinamiento de menor grado, sobre una población total del Reino Unido de casi 68 millones de habitantes.
Tras este anuncio del “desconfinamiento”, al de camaleón es posible agregar otro sobre nombre zoológico. El de “gatopardo”, eternizado en la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, uno de cuyos personajes declara “si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.
Por supuesto que el “desconfinamiento” no fue presentado de manera tan grosera. Se lo adornó con palabras “técnicas”. Así, el anuncio predijo que el 03 de diciembre de 2020, el país quedará dividido en “tercios”. Tercios que no corresponden a divisiones poblacionales, ni territoriales, sino a grados de desconfinamiento.

…y de Brexit
El otro plazo que debe atender el primer ministro Boris Johnson es el cierre de la negociación sobre el Brexit que vence el próximo 31 de diciembre, plazo que el propio primer ministro se negó a extender al jugar la carta extrema del todo o nada centrada en el último día del 2020.
Dos son las razones que el “camaleón” va a tener, sin dudas, en cuenta, más allá de cuál será su decisión final que, hasta aquí, no cambió. La primera es que el interés de los nuevos Estados Unidos radica en diferenciarse de aquel aislacionismo del presidente Trump. Y entonces… soplan nuevos vientos.
Ya fue dicho con relación a la OTAN. Es conveniente repetirlo en relación con la Unión Europea (UE): el futuro presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, alentará toda forma de multilateralismo. Con un agregado: todo hace prever que el cambio de política hacia la UE amenazará con un aislamiento inversamente proporcional del Reino Unido.
Nadie imagina, ni mucho menos, un retorno a la violencia entre unionistas protestantes y republicanos católicos que sacudió esa porción de Irlanda durante varias décadas. Pero sí es posible imaginar un enojo presidencial norteamericano si el Reino Unido y la Unión Europea no llegan a un acuerdo por la cuestión de la frontera norirlandesa con la República de Irlanda.
Es uno de los grandes temas a resolver. Porque la República de Irlanda es parte de la Unión Europea y un Brexit sin acuerdo sobre este punto acarreará graves consecuencias sobre el comercio entre el Reino Unido y la Unión Europea.
En teoría, la situación debe quedar resuelta para el último día del 2021. Caso contrario quedará materializado un Brexit contradictorio, sin acuerdo, unilateral. Al gusto del presidente Trump. Al disgusto del presidente Biden. 
¿Qué decidirá el primer ministro Boris Johnson? Nadie lo sabe. Pero, ante cualquier análisis, nadie debe olvidar al “camaleón” y al “gatopardo”.

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