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INFORME INTERNACIONAL

Francia: el sueño “gaulista” del presidente Macron

Desde la política exterior, el rol de Francia parece no quedar del todo claro pese a los esfuerzos del presidente Macron por alcanzar un protagonismo acorde con las tradiciones del país.

En Francia, con un régimen de gobierno semi presidencialista, los primeros ministros ejercen la administración cotidiana y a los presidentes –jefes de Estado- queda reservada la competencia sobre los asuntos externos y la defensa.

La Constitución francesa vigente es la de 1958, fuertemente influenciada por la personalidad y las ideas del general Charles De Gaulle. A tal punto que, todos los presidentes franceses desde “le général” en adelante “copiaron”, con bastante poco éxito, aquella “independencia” de la que hacía gala el majestuoso militar.

El presidente Macron, en tal sentido, no es la excepción. A veces recurre a la Unión Europea y se envuelve bajo la bandera azul con estrellas amarillas, otras se corta solo envuelto en la tricolor republicana.

Así contempla una intencionalidad de acercamiento pero con desconfianza con la Rusia del presidente Vladimir Putin –a partir de sus desentendimientos con el presidente Trump- o pretende reformar a la Unión Europea luego del Brexit británico o intenta mantener el acuerdo nuclear con Irán derribado por Estados Unidos o acompaña a este último en el cerco al régimen chavista en Venezuela.

Pero, seguramente, el problema mayor de la política exterior francesa es la región africana semi desértica del Sahel que arranca en el Atlántico, en Mauritania, atraviesa Malí, Burkina Faso, Níger y Chad.

Allí coexisten –en Mali y Níger- una rebelión independentista étnica tuareg y la presencia de grupos djihadistas financiados desde el narcotráfico.

Frente a este estado de cosas, Francia, ex potencia colonial, destaca tropas que, desde el 1 de agosto del 2014, conforman la denominada “Operación Barkhane” junto a los ejércitos de los cinco países sahelianos y pequeños contingentes de Estados Unidos, Canadá, Alemania, España, Estonia, República Checa, Suecia y Dinamarca.

Tras cinco años y medio de combates, los resultados no son demasiado alentadores. Djihadistas administran territorios, perciben impuestos, matan a cristianos y jefes tribales que no les son adictos y atacan puestos avanzados en la inmensidad del desierto.

“Barkhane” no parece la respuesta adecuada. Al menos, bajo su forma actual táctica. Es una fuerza replegada sobre sí misma, con escasa movilidad y sobre la que nadie cree demasiado, en particular, en los propios países afectados.

Es que el comportamiento francés fue, cuando menos, poco claro.

Todo comenzó con la guerra en Libia contra el dictador Muamar Kadafi. Fue alentada por el ex presidente Nicholas Sarkozy.

A Kadafi lo mataron, pero la guerra civil que le sucedió ofreció al djihadismo un santuario inexpugnable en el sur desértico de Libia y propició el retorno de los paramilitares sahelianos tuaregs, que respondían a Kadafi, a Mali y Níger, armados hasta los dientes con armamento libio.

La idea francesa consistía en que los tuareg combatieran a los djihadistas. Ocurrió lo contrario. Hubo alianza. Efímera, pero alianza al fin

Por último, la negativa francesa a permitir el ingreso de tropas de Mali en la ciudad de Kidal en ocasión de su recuperación de manos tuareg, desde el 2014 hasta febrero del presente año, confirmó las suspicacias de buen número de africanos.

El 13 de enero del 2020, el presidente Macron confirmó, en Pau, la capital de la Navarra francesa, ante los jefes de Estado del Sahel, la continuidad de Barkhane con un incremento de sus efectivos franceses.

Pero, resulta difícil imaginar un éxito de Barkhane en medio de un repudio de las opiniones públicas de los países sahelianos afectados y de una desconfianza de sus clases dirigentes.

Un desafío no menor para Barkhane es la retención del contingente de los Estados Unidos, a punto de ser repatriado si en los próximos días el Pentágono decide retirar sus tropas de África. El desplazamiento, en tal sentido, de la ministro francesa de Defensa, a Washington, no modificó la posición, aún sin decisión, de los Estados Unidos.

El 02 de febrero del 2020, Francia confirmó que su contingente militar en Barkhane pasó de 4.500 a 5.100 solados, junto con un nuevo envío de blindados pesados, livianos y de logística.

Si en el terreno de lo concreto resulta complejo hacer valer esa pretensión de potencia independiente, en el de las meras palabras, en cambio, todo es posible.

Bajo ese marco, puede inscribirse la visita del presidente Macron a Polonia, país con el que las relaciones francesas sufrieron deterioro tras la llegada al poder del nacionalista Partido Derecho y Justicia (iniciales PiS, en polaco).

Es que Polonia prefiere confiar en los Estados Unidos para su defensa, cuestión clave frente a la agresividad del gobierno ruso, más que en Francia. Al punto de anular, de la noche a la mañana, contratos para la defensa aérea, con Francia, por valor de 3.000 millones de euros.

En el pasado reciente, el presidente Macron siempre se mostró duro frente a los avances autoritarios del gobierno polaco en materia de justicia, pero ahora el reverdecer de sus aspiraciones de potencia independiente motiva el cambio.

Estrategia: recuperar el triángulo de Weimar, el grupo que conforman Alemania, Francia y Polonia, congelado desde el triunfo del PiS en el 2015.

La justificación de los cambios de Macron con Rusia y Polonia –pese a la desconfianza entre estas dos últimas- deben buscarse en el Brexit británico y en el rechazo que inspira el presidente Trump. También, claro, en la ambición de figuración del propio presidente francés.

También bajo es contexto debe inscribirse el relanzado interés del presidente Macron por la Unión Europea (UE) y su definición de “enfermo terminal” para el pacto militar de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte”).

Es que ahora, Francia es el único socio con armamento nuclear en la UE, tras la partida británica. Aunque no supera las 300 cabezas nucleares –China cuenta con más de 500- Francia busca el rol de protector de Europa, al punto de planificar una inversión de 37 mil millones de euros para “modernizar” su fuerza de disuasión nuclear en cinco años.

No parece que convenza a ninguno de los restantes gobiernos socios de la Unión Europea.

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