Máxima y Guillermo: un amor real que cumplió 20 años
UNA BODA QUE SEGUIMOS TODOS LOS ARGENTINOS

Máxima y Guillermo: un amor real que cumplió 20 años

El 2 de febrero de 2002 se casaron el príncipe de los Países Bajos y nuestra compatriota, tras un noviazgo corto pero intenso, lleno de diversión, complicidad y respeto

Hay fechas que, escritas en dígitos, impactan: 2/2/2002, por ejemplo. La fecha elegida en los Países Bajos para que el joven heredero del reino se casara con su prometida, una rubia de sonrisa ancha nacida en un país de Sudamérica que más de un holandés tuvo que buscar en el mapa para ver donde quedaba. Una boda de la que el pasado 2/2/2022 se cumplieron 20 años.

Para la numerología, el 2 es un número relacionado con el servicio, la empatía y la facilidad para adaptarse a nuevas situaciones, características que bien podrían definir a la rubia en cuestión. Se lo considera un número femenino, ideal para un país cuyos monarcas fueron mayoritariamente reinas.

Detrás de esa boda hubo una historia de amor, claro. Y los lectores habrán adivinado ya, que se trata de la que vivieron Guillermo Alejandro y Máxima, los actuales reyes de los Países Bajos que festejaron sus bodas de porcelana.

Guillermo Alejandro Nicolás Jorge Fernando de Orange-Nassau nació en Utrech el 27 de abril de 1967. Sus padres eran la princesa Beatriz, heredera del trono, y el príncipe Claus. En ese entonces reinaba en los Países Bajos su abuela Juliana quien había heredado el trono de su madre, Guillermina. De modo que el nacimiento de un varón, que algún día sería rey, fue una novedad. El joven Alex, como se lo llama en la familia, recibió una educación mucho más exigente que la de sus dos hermanos menores quienes se sentían muy contentos de ser segundones. Mismos privilegios y menos responsabilidad ya que el peso recaería solo en el mayor. Tal vez por eso Alex se convirtió en un joven rebelde. No había manera de que se aplicara en el estudio y la prensa lo llamaba el “príncipe Pils”, nombre de una reconocida marca de cerveza, por su afición a las noches regadas de alcohol. Tuvo muchas novias pero en 1999 tenía 31 años y aún estaba soltero.

Casi exactamente cuatro años después del nacimiento del príncipe, en Buenos Aires nacía una niña para alegrar a la pareja formada por Jorge Zorreguieta y Carmen Cerruti. La nombraron Máxima y con ese nombre grandilocuente sellaron su destino. Si bien tenía tres hermanas por parte de su padre, Máxima, a diferencia de su futuro marido, estaba encantada de ser la hermana mayor de los cuatro hijos que tuvo el matrimonio de sus padres. También a diferencia de Álex, a la pequeña Máxima le gustaba ir al colegio y estudiar. Tuvo su momento adolescente rebelde, obvio, pero terminó la secundaria con buen promedio y muchas ambiciones aunque pocas definiciones. “Too many to explain” (Demasiado para explicar) escribió en el mismo anuario donde sus compañeras ponían que querían ser maestras o abogadas. En 1989 ingresó a la Universidad Católica para estudiar Economía. Hizo toda la carrera trabajando y cuando se recibió, seis años después, ya había demostrado su valía en el mundo de las finanzas. Al año siguiente se instaló en Nueva York donde se reencontró con una excompañera del secundario que se codeaba con el jet-set y que un día de principios de 1999 le dijo “tengo un tipo que es para vos”. A este amigo de la amiga le gustaban las fiestas, era alto y estaba soltero. “¿Y a qué se dedica?” le habrá preguntado Máxima. Nos hubiera encantado verle la cara cuando la respuesta fue “Es heredero del trono de Holanda”. El príncipe recibió por mail una foto de Máxima y le gustó lo suficiente como para invitarlas a encontrarse en Sevilla para Semana Santa.

Se conocieron en una pista de baile y Máxima lo primero que dijo fue “Es de madera” al referirse a sus dotes para la danza. No sabemos si fue amor a primera vista pero los hechos sucedieron en forma vertiginosa. Pasaron ese fin de semana de marzo en Sevilla, a los pocos días él se apareció en el departamento de Nueva York, en julio Máxima viajó a Europa para conocer a su suegra, la reina Beatriz, y al mes siguiente ambos viajaron a Argentina. Los medios holandeses publicaron fotos borrosas de la pareja y comenzaron a preguntarse quién era la chica que podría llegar a ser su reina. La relación se consolidó y un año después de haberse conocido, en abril de 2000, Máxima se mudó a Bruselas para estar cerca del príncipe y empezar a estudiar el idioma, la historia y el protocolo.

No todas fueron rosas. Hubo distanciamientos y peleas pero el escollo más grande fue el pasado del padre de Máxima. Jorge Zorreguieta había sido Secretario de Agricultura y Ganadería desde 1976 hasta 1981, el período más sangriento de la represión del gobierno militar. Cuando el hecho se descubrió en los Países Bajos, los sectores progresistas del Parlamento hicieron objeciones.

Las explicaciones de Zorreguieta fueron obvias: él solo se encargaba de temas relacionas con el campo y nunca había escuchado hablar de gente que desaparecía. El gobierno holandés envió a Michiel Baud, un historiador especialista en Latinoamérica, para que investigara el grado de compromiso que el padre de Máxima había tenido con la represión. La conclusión del informe fue que la función política de Zorreguieta en esta época había sido importante y que, si bien no había indicios y era improbable que hubiera estado involucrado en la violación de derechos humanos, también era inconcebible que no supiera de esas violaciones. Zorreguieta insistió en su inocencia pero negoció no asistir a la boda ni participar en actos oficiales para descomprimir el tema. Para la reina Beatriz era un déjà vu: en su momento el Parlamento había puesto reparos a su historia de amor con Claus porque él había pertenecido a las juventudes hitlerianas.

El 30 de marzo de 2001 la propia reina, en cadena oficial, anunció el compromiso. Su apoyo a la pareja fue total y sugirió “tenemos que darle a Máxima la oportunidad que sentirse acá como en casa y que pueda convertirse en holandesa lo más rápido posible”. Máxima y el príncipe comparecieron en una conferencia de prensa en la que ella demostró que había aprendido perfectamente el idioma y los códigos reales. Se mostró cauta pero simpática y él, perdidamente enamorado. El pueblo holandés también se enamoró y se desató la “maximanía”.

El 2 de febrero de 2002, fecha de la boda, amaneció radiante en Ámsterdam. Hacía frío pero de ninguna manera acobardó a los curiosos que querían ver pasar al príncipe y a su novia. Mientras, en Argentina, donde la novia había nacido hacía 31 años, algunos pocos madrugaron para ver la boda en directo y mucho más, a una hora más lógica, se sumaron a la retrasmisión en la que Chiche Gelbung y compañía comentaban, con más voluntad y grandilocuencia que conocimiento, cada detalle de la boda. “Máxima será la Chiche Duhalde de Holanda. El problema es que en Holanda no hay pobres” dijo comparándola con la esposa de Eduardo Duhalde quien hacía un mes se había convertido, a las apuradas, en presidente de los argentinos.

La primera aparición de los novios fue frente al alcalde de Ámsterdam que los casó civilmente. El acto fue breve, ante la presencia de los hermanos de Máxima y todos los Orange, incluso la reina que fue testigo. El funcionario desconocía el poder que escondía la sonrisa de Máxima porque sintió la necesidad de hacer hincapié en que el pueblo holandés era muy crítico y que esperara que pudiera soportarlo. Se los veía muy emocionados pero nada comparado a cuando ingresaron juntos y del brazo a la Iglesia Nueva y recorrieron el largo pasillo hasta el altar rodeados de la princesa Carolina de Mónaco, la reina Sofía y su hijo Felipe, la familias reales de Suecia y Bélgica al completo, la reina Margarita II de Dinamarca y 1.700 invitados más. Queda en el recuerdo el paso lento de Nelson Mandela ingresando al templo. Mandela tenía una conexión especial con los Países Bajos ya que lo habían apoyado en su lucha y había pedido asistir a la boda.

El vestido de Máxima era obra de Valentino y estaba confeccionado en seda mikado color marfil con mangas ajustadas y cuello chimenea. Como único detalle tenía encaje en parte de la amplia falda. La cola medía 5 metros y el velo, de tul de seda, flores bordadas a mano. Llevó la tiara de la Casa de Orange, una pieza de oro blanco con incrustaciones de diamantes, de la que salen cinco puntas con forma de estrella. Los aros eran los mismos que había usado Beatriz en su boda y el gran ramo estaba formado por rosas, gardenias y lirios blancos. Estaba fantástica pero poco había podido elegir ya que su suegra había impuesto el estilismo.

Nos gustaría decir que las damas reales lucieron sus mejores galas pero lo cierto es que, en cuanto a moda, fue un casamiento bastante soso. Se destacaron la princesa Carolina de Mónaco con un Chanel y algunas argentinas que llevaron modelos de Benito Fernández y salieron como mejor vestidas en el ranking de las revistas especializadas.

Eran 54 los argentinos presentes pero faltaban las dos personas más importantes en la vida de la novia: Jorge y Carmen, sus padres. ¿Cómo hacer que estuvieran sin estarlo? Por empezar, las primeras palabras del sacerdote que llevó a cabo la celebración fueron para ellos: “Máxima no sería quien es si no fuera por sus padres” y pidió también plegarias por Argentina que estaba pasando por un momento difícil (¿cuándo no?). Además, una idea maravillosa de Máxima se convirtió en una de las escenas más emotivas de todas las bodas de todos los tiempos. Pocos meses antes de ese 2 de febrero, la argentina fue personalmente a la casa del bandoneonista Carel Kraayenhof y le dijo: “Me dijeron que usted es el único que puede tocar la música que yo quiero en mi boda”. Y así fue. Cuando comenzaron los acordes de “Adiós, Nonino”, el tema que Astor Piazzola había dedicado a su padre, los argentinos entendimos rápidamente que las lágrimas de Máxima eran para evocar a los ausentes. Y los holandeses adoptaron para siempre a la argentina más holandesa que había mostrado emoción en público, algo no tan común en la realeza.

A partir de allí todos fueron sonrisas y complicidad entre la pareja: te quieros, guiños, sonrisas, apretones de manos para dar valor y el clásico “Ja” con que dieron su consentimiento. La parte más risueña de la boda fue cuando el novio intentó infructuosamente en tres oportunidades colocarle la alianza de platino a la novia. Cuando lo logró se sintió un suspiro generalizado en el templo. Así fue como Máxima se convirtió en princesa.

A la salida de la iglesia los esperaba el Carruaje Dorado que los llevaría a dar un paseo por las calles de Ámsterdam. El mismo que, tal como explicamos a los lectores en la última entrega, el propio rey Guillermo Alejandro sacó de circulación el mes pasado porque la decoración de sus puertas mostraba a personas de raza negra, sumisas frente a una mujer blanca sentada en el trono. La pintura, sin duda, hiere susceptibilidades y recuerda que el accionar de los Países Bajos con los habitantes de sus colonias no fue el mejor.

Aunque en ese momento la polémica no se había instalado, el carruaje dorado sufrió los embates de otros enojos: entre los curiosos que querían ver pasar a los recién casados se encontraba un grupo de manifestantes con pancartas que repudiaban el pasado del padre de la novia. Incluso uno de ellos arrojó un proyectil con pintura blanca que dio justo en una de las ventanillas y que uno de los guardias que acompañaban el cortejo se apresuró a limpiar.

Veinte años han pasado y los entonces novios hoy son los reyes de una de las casas reales más ricas y poderosas. Hay luces y sombras en lo institucional y las habrá también en la intimidad del palacio pero, en términos generales, podemos decir que tantas advertencias y tanto deseo de felicidad dicho y redicho el 2/2/2002 ha dados sus frutos. Por muchos años más, Majestades.

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