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MIRADA ECONÓMICA

Las condiciones para el desarrollo

Argentina tiene la triste combinación de ser un país caro en el que el sistema de precios funciona de manera pobre porque la economía está entre las más cerradas del mundo y las señales de oportunidad que brinda la escasez mundial quedan escondidas.
El jueves pasado, en la ronda de preguntas de una conferencia que me tocó dar en Mar del Plata, un asistente quiso saber cuál era el actual modelo de desarrollo y le contesté que no estaba claro aún, que apenas se vislumbraba una hoja de ruta hacia la normalización de la macroeconomía; bajar la inflación, reducir gradualmente el déficit e integrarse paulatinamente al mundo, algo que la mayoría de los países latinoamericanos ya están haciendo hace más de diez años, sin importar el signo político de sus gobiernos. El viernes el Ministro de Producción lo confirmó cuando Jorge Lanata le preguntó por Mitre cual era el modelo de país. Francisco Cabrera no se refirió a los grandes lineamientos estratégicos; no habló del modelo nórdico, ni pregonó en favor del paradigma australiano. Tampoco hizo los del liberalismo norteamericano ni defendió el proceso de industrialización coreano. Mejor dicho, habló de todo eso, pero finalmente dijo “el proyecto es ser un país normal, como Colombia, Uruguay, Chile, Perú y cualquier otro país de la región”.

Condiciones necesarias
No tener inflación y normalizar las cuentas públicas son dos condiciones tan obvias que parece mentira que haya que explicarlas. Pero en una tierra donde una ex presidenta del Banco Central no se pone colorada negando el efecto de la emisión descontrolada sobre los precios y donde la ex presidenta de la Nación se vanagloria de haber congelado los precios de la energía por años y de haber acumulado un peligroso déficit fiscal, incluso lo básico, requiere aclaración.
La inflación atenta contra el desarrollo porque sin moneda propia la política monetaria es impotente y porque cuando el poder adquisitivo del dinero se deteriora de manera sistemática la gente deja de ahorrar o directamente lo hace en moneda extranjera. Sin ahorro doméstico, la inversión no encuentra financiamiento y se derrumba, tal como lo muestra la experiencia argentina reciente donde la acumulación de capital pasó de 20 puntos de producto en 2007, cuando la inflación comenzó a desbocarse, a 16 puntos diez años después.
Por el lado del balance fiscal, aún cuando sea razonable el comportamiento contra cíclico que ve con buenos ojos el déficit durante las etapas recesivas y el superávit en las expansiones, resulta insostenible gastar siempre por encima de los ingresos porque el déficit estructural implica que un sector de la economía se está comiendo el ahorro de otro sector que lo está financiando. Cuando el resto del mundo es el que financia, el déficit se traduce en deuda externa y cuando el mercado doméstico es el que aporta el dinero, los fondos que chupa el Estado no están disponibles para financiar la inversión privada. Pero además un modelo de desarrollo que se apoye en la expansión sistemática del gasto público, como sugieren algunos poskeynesianos, choca ineluctablemente contra la restricción externa, porque en la medida que el gasto en dólares crece, la mochila de competitividad del sector transable, que produce bienes para exportar o para competir con las importaciones, es cada vez más pesada.

El mundo está cambiando de manera dramática sus formas de creación de valor; Netflix, una empresa cuyo principal capital es un algoritmo que puede pronosticar las preferencias de cada espectador, vale hoy diez veces lo que cotiza en el mercado YPF.

Finalmente, en una economía donde no funciona el sistema de precios, o donde las trabas al comercio distorsionan las señales de escasez mundial, los recursos fluyen hacia los sectores que crean menos valor, frenando el desarrollo. Ya probamos la locura de ensamblar celulares en la región más distante y más cara del país, como así también la incompetencia de producir textiles básicos intensivos en mano de obra no calificada, que solo resulta viable si estamos dispuestos a pagar los salarios de Asia. En resumen; agregar valor quiere decir producir algo por lo que la gente libremente esté dispuesta a pagar. Bloquear la importación de café brasileño o colombiano, para que un productor local subsidiado logre germinar una planta, no es agregar valor, es destruirlo. La insistencia por producir cosas que no son rentables, ni tienen chance de serlo jamás, nos condena al subdesarrollo.

No alcanza con ser normal
Sin embargo, aunque no existe posibilidad de desarrollarnos si nos dejamos seducir por la demagogia de pensar que podemos gastar siempre por encima de nuestras posibilidades, sin ajustarnos a la realidad, tampoco está garantizado que una “economía normal” genere oportunidades crecientes para todos.
El mundo está cambiando de manera dramática sus formas de creación de valor; Netflix, una empresa cuyo principal capital es un algoritmo que puede pronosticar las preferencias de cada espectador, vale hoy diez veces lo que cotiza en el mercado YPF, la petrolera más importante del país. Uber señala el camino de una revolución en materia de intermediación que empezó por los autos, pero se expandirá rápidamente a los bancos, inmobiliarias, y demás negocios donde haya lugar para mejorar tecnologías de intermediación. Las impresoras 3D ya hacen factible, aunque todavía sea muy caro, producir en el living lo que hasta ahora se elaboraba en una fábrica, desde una taza, hasta una prótesis médica, pasando por las llaves de casa o por una planta sintética para decorar la oficina. Y todo esto es la punta del iceberg.
Me gusta pensar en esos tiradores olímpicos que ganan si logran impactar en los “platos voladores” eyectados velozmente por una máquina. Es imposible acertar al blanco apuntando directamente al objeto; para derribarlo se requiere anticipar la parábola y disparar al encuentro.
Solo un sistema educativo de vanguardia, pensado para anticiparse a la cuarta revolución industrial, tendrá chances, aunque nunca seguridad, de acertar al blanco y permitir que nuestro país se suba al tren del progreso.
 
(*) El autor es economista, profesor de la Unnoba y la UNLP, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de “Casual Mente” y “Psychonomics”. 

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