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ENFOQUE

Órganos que dan vida

Imposible dimensionar la sacudida emocional de quien se entera que necesita un nuevo corazón para seguir viviendo. O que lo necesita un ser que ama.
Eso implica, necesariamente, que alguien debe morir para aportarlo. Y que los familiares del fallecido acepten la “donación” del órgano y no se opongan a la extracción por parte del equipo del Estado -en nuestro medio Cucaiba- que tras certificar la muerte mediante el diagnóstico neurológico procederá a su ablación y adjudicación entre todos los inscriptos en la lista de espera de receptores.
Lo que mucha gente ignora es que en nuestro país la realización de ese diagnóstico, previo a la extracción, se encuentra exclusivamente a cargo del Estado. Si bien pueden realizarlo médicos ajenos al ámbito estatal, necesariamente debe intervenir el equipo de procuración oficial a certificarlo para que puedan destinarse los órganos a trasplantes. Se trata de un diagnóstico detalladamente reglado, que debe firmarse por al menos dos médicos (entre los que debe haber un neurólogo o un neurocirujano) que no integren los equipos que realicen ablación o implantes de órganos del fallecido.
Los médicos de terapia intensiva, sea en el sector publico o el privado, están legalmente obligados a “denunciar” el síndrome de muerte encefálica, dando aviso a la autoridad del establecimiento y, desde allí, notificando a la autoridad sanitaria para que concurra a certificar la muerte. La obligación de avisar “nace” ni bien se constaten los signos clínicos (ausencia irreversible de respuesta cerebral con pérdida absoluta de conciencia, de respiración espontánea –por eso ese diagnóstico se realiza al paciente con respirador-, de reflejos cefálicos y constatación de pupilas fijas no reactivas) acompañados obviamente de la causa médica determinada. Su incumplimiento puede acarrearles graves sanciones (penas pecuniarias y hasta la posibilidad de ser inhabilitados).
La ley argentina exige corroborar la inactividad encefálica no sólo por esos medios clínicos, sino también instrumentales. El más habitual es el electroencefalograma, pero hay otros según la complejidad del cuadro. Y no sólo corroborar el diagnóstico con tales instrumentos, sino documentar los resultados de su realización, que quedan en la historia clínica del operativo, en el organismo de procuración. A ellos se suma el control que ejerce la autoridad judicial que necesariamente interviene cuando se trata de una muerte por causa violenta, o sospechosa de criminalidad.

¿Quién decide?
Hasta 2005, para disponer del cuerpo del fallecido debía existir una autorización expresa del donante formalizada en vida (incluso debía inscribirse en el Registro de las Personas y figurar en el DNI y otros documentos), o contar con la decisión de sus parientes en el momento del fallecimiento. La familia era como la propietaria del cuerpo y decidía su destino. A falta de familia, decidía el juez. La reforma legal ese año introdujo una novedad: según el proyecto anunciado todos los fallecidos iban a ser donantes si no habían documentado en vida su expresa oposición a la extracción (donante presunto).
Tras un debate parlamentario en que primó el criterio bioético y un creciente reconocimiento de la autonomía personal, que veía a esa medida como una especie de confiscación, se aprobó el texto vigente, según la cual la autorización para disponer del cuerpo se presume, pero de no existir una autorización expresada en vida por el paciente, la familia o los allegados pueden oponerse a la ablación invocando la voluntad del paciente (“consentimiento presunto atenuado”). No deciden, sino que “testimonian” acerca de la voluntad del fallecido.
El clima político parecería teñir el resultado de una actividad tan delicada y comprometida con la vida. Los porcentajes de oposición o rechazo a la ablación en 2015 fueron francamente decepcionantes para tantos pacientes en espera de un órgano.
Hace unos días, la autoridad sanitaria provincial puso al frente de Cucaiba a un reconocido cirujano platense, con trayectoria asistencial y docente, que preside una fundación para el desarrollo y conocimiento de los trasplantes y hace años estuviera a cargo del organismo. Al asumir la función, tras hacer constar que lamentaba la caída observable en el índice de donantes (pasó de 15,7 donantes por millón de habitantes en 2012, a 13 en 2015) prometió diseñar e implementar nuevas estrategias para revertir esa situación.
Ese índice depende de muchos factores (no tan sólo de las negativas familiares), pero es obvio que, en gran medida, incide la conciencia social acerca de la importancia de la donación. Y la generación de esa conciencia debe favorecerse por todos los medios posibles, educando, desenmascarando viejos mitos, rompiendo tabúes y, fundamentalmente, luchando contra la ignorancia, matriz de la mayoría de los miedos. Si alguien no quisiera situar el análisis en el plano del amor, la solidaridad, o la ética social, convendría recordarle que, estadísticamente, cada uno de nosotros tenemos muchas más probabilidades de necesitar un trasplante, que de convertirnos en donantes.

(*) Abogado y vicepresidente de la Asociación Argentina de Bioética Jurídica

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