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ENFOQUE

A 150 años de la fundación de la Escuela N° 1 “Catalina Larrart de Estrugamou”

Transitamos el segundo siglo de vida de Junín y, aunque comparar ese espacio de tiempo con la duración de una vida humana, podría considerarse como suficiente para reflexionar sobre lo vivido, también es cierto que doscientos años en la vida de un pueblo es poco tiempo. Somos, pues, un pueblo joven, un pueblo adolescente y, como todo adolescente, lanzado ciegamente hacia un futuro  presentido como perentorio,  preocupado aún por sobrevivir de manera primaria y acaso con poca oportunidad para ahondar en las relaciones que nos permitan reconocernos e interpretarnos como comunidad.
Sin embargo, hay una constante en todos los pueblos civilizados y es la aspiración de dar a los hijos más de lo que sus propios padres poseen. Y la población de Junín, en aquella época cercana a la fundación, era gente ruda, analfabeta acaso en su mayoría, pero en cuanto les fue posible hacerlo, mandaron a sus hijos a la escuela porque sabían, intuitivamente, que en el conocimiento radica el futuro. Y aunque ellos no supieran decodificar las páginas de un libro, o tal vez precisamente por eso, soñaron los libros para sus hijos. Con toda seguridad, la escuela y los libros  fueron valores trascendentes, y los frutos no se hicieron esperar. Hubo generaciones que sucedieron a más generaciones de gente ilustrada en Junín, indudablemente gracias a aquellos afanes sembrados con una fe y una esperanza de visionarios.
Y en ese entrecruzamiento entre una vida primitiva y un irrenunciable afán de
futuro, aparece esta  casa que hoy homenajeamos, a ciento cincuenta años de su fundación:  la Escuela Nº 1 “Catalina Larrart de Estrugamou”, que inaugurara su nuevo edificio el 6 de abril de 1915, frente a la plaza principal, en el preciso emplazamiento que se le hubo dado desde el principio, frente al Fuerte y a la Plaza de Armas.  
Y esta escuela es la  augusta casona que vio pasar por sus aulas innumerables generaciones de juninenses entre los que  me cuento, como alumno egresado en 1950, orgulloso de haber pertenecido a un ámbito que acaso el paso del tiempo ha transformado, aunque no tanto como para dejar de reconocer en  aulas, patios y corredores, esos mismo lugares en los que, un día, fuimos inconscientemente felices.
“Uno vuelve siempre/ al los mismos sitios/ donde amó la vida”, dice una canción. Y tengo para mí que, ciertamente, recordar a la Escuela Nº 1,  no es más que querer volver a ser aquellos chicos que fuimos en aquel 6º Grado de 1950, con una cabeza llena de sueños y un corazón cargado de ilusiones sin sustento. Dicen que no es bueno volver al pasado porque el mundo es avance constante, voluntad de progreso y de cambio. Sin embargo,  a veces, vale la pena mirar hacia atrás para recuperar, aunque más no sea una mínima hilacha de la infancia, ese don tan breve y por breve, tan precioso.
Y decir la infancia, en medio del mar revuelto que es esta realidad que nos toca vivir,  es decir la madre, el barrio, los amigos y la escuela. Esta escuela No. 1 donde aprendimos a leer en los libros, que es también aprender a leer el mundo. Aquí nos fueron dadas las primeras armas que, por ser las primeras, son las más entrañables.  Estoy convencido de que cada uno de nosotros recuerda al menos el nombre de alguna de sus maestras, mujeres con una irrenunciable vocación docente, profundamente enamoradas de la materia de su trabajo. En lo que a mí respecta, quisiera nombrar a la Señora Carmen de las Cuevas de Marcazó, mi maestra de 6º. Grado,  a quién somos muchos los que le debemos gratitud por su imperecedera lección de excelencia.
Y acaso sea por eso, por esa labor callada de unas maestras y de una escuela que nos fue construyendo desde la edad más tierna, que se ha perpetuado hasta hoy, en medio de un mundo incrédulo, difícil y competitivo, esa imagen fuerte y reconocible de inmediato. El recuerdo de la escuela de uno, como el de la voz o la risa de los seres queridos, han de ser, tal vez,  los últimos que se borren de la memoria por contarse entre las pocas cosas que nos llevaremos de esta vida, en el momento del balance final.
Es entonces, cuando se hace necesario celebrar este aniversario que no es otra cosa que la oportunidad de celebrar la vida, la alegría de haber vivido lo vivido y la gracia de saber que lo que fue, sigue siendo si nos proponemos que el mundo sea lo que uno quiere que sea.
Así es como don Robustiano Arqueta  seguirá tocando la campana para llamarnos al recreo y nosotros, blancos en canas y marcados por las cicatrices del vivir, seguiremos siendo aquellos chicos de 6º que, por esos caprichos insondables del tiempo, saldrán otra vez a jugar con el alma ligera y la fácil risa jubilosa.

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