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OPINIÓN | AQUELLO QUE DEJAMOS A LOS QUE VIENEN

A quien le importa la desigualdad, le importa la educación

Cuando debatimos en torno a los temas que más importan a los argentinos, la educación fluctúa entre el quinto y sexto lugar. A pesar de ser una prioridad, nunca es la más importante. A esto debemos agregar que, al ser indagados sobre el nivel de la educación en nuestro país, las opiniones mayoritarias refieren a los problemas y la caída en términos de calidad y rendimiento del sistema educativo en general.
Las mismas personas al ser consultadas sobre el nivel de educación que reciben sus hijos, se muestran satisfechos. Lo cual nos lleva a la conclusión de que, para una enorme mayoría de argentinos, la educación es un problema de otros.
En este contexto es que debemos enfrentar las actividades educativas, que se encuentran atravesadas por nuevas complejidades: la irrupción tecnológica, por supuesto; los nuevos paradigmas en torno a los jóvenes, sus expectativas e inquietudes; pero también los niveles de pobreza y desigualdad que impactan en forma decisiva al momento de establecer estrategias sociales que revelen a la educación como una herramienta para participar y desarrollarse en la sociedad.
La desigualdad es un problema mundial, que impacta la estabilidad social dentro de los países y amenaza la seguridad a escala global. La desigualdad económica extrema es preocupante debido al impacto pernicioso que las concentraciones de riqueza pueden tener en la representación política de igualdad.
Las consecuencias incluyen la erosión de la gobernabilidad democrática, destruye la cohesión social y la desaparición de la igualdad de oportunidades para todos.
Como juez de la Corte Suprema de los EE.UU., Louis Brandeis dijo la famosa frase: “Podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas cosas”.
Hoy ese panorama es complejo y preocupante: casi la mitad de la riqueza del mundo es ahora propiedad de sólo el uno por ciento de la población; la mitad inferior de la población mundial posee la misma riqueza que las 85 personas más ricas del mundo; siete de cada diez personas viven en países donde la desigualdad económica se ha incrementado en los últimos 30 años.
En EE.UU. en el año 1950, a la salida de la Segunda Guerra Mundial, los salarios de los directivos de las empresas (CEO) eran 20 veces mayores que los de los trabajadores promedio.
En los años ‘80, durante el gobierno de Ronald Reagan (en el apogeo del neoconservadurismo), la relación trepó a 42 veces.
En la actualidad los directores ejecutivos de las principales corporaciones de EE.UU ganan 331 veces lo que gana el empleado promedio, atrapan 11.7 millones de dólares por año contra 35.000 dólares por año de sus empleados.
Esta concentración masiva de recursos económicos en manos de menos personas representa una amenaza significativa para los sistemas políticos y económicos inclusivos. En lugar de avanzar juntos, las personas se separan cada vez más por el poder económico y político, lo que aumenta inevitablemente las tensiones sociales y el riesgo de descomposición de la sociedad.
Es el denominado modelo “globalizado”, con creciente circulación de información, bienes y servicios a nivel planetario que determinan una sociedad donde crece la cantidad de habitantes, vivimos más años, tenemos una economía de mayor tamaño, mayor disponibilidad de tecnología y que demanda mayor bienestar material.
En términos de la “movilidad” viajan ideas, dinero, gente, productos, servicios y también las crisis o los modelos de bienestar. Todo lo que va modelando una mentalidad que ya no sólo refiere a las condiciones que ofrece el Estado nación y su dinámica económica, social o política, sino que es interpelada por los valores, expectativas y aspiraciones globales.
En este contexto debemos abordar el desafío de la educación, y frente a la indiferencia de muchos sectores económicos, sociales o políticos.
Nuestro país ofrece un testimonio de compromiso en torno a la educación como estrategia de desarrollo social, desde las ideas de Manuel Belgrano, Mariano Moreno, pasando por Domingo F. Sarmiento, Nicolás Avellaneda y las importantes decisiones e inversiones que los gobiernos democráticos y populares han hecho y hacen, en el sostenimiento del la educación pública.
Sin embargo, no es suficiente. Enfrentamos nuevos desafíos y debemos abordarlos, antes de que sea tarde. Generaciones de argentinos pueden quedar fuera de su posibilidad de participar en forma integral de nuestra sociedad en la medida que no adquieran las habilidades indispensables para participar de ella en forma responsable y de acuerdo a los modelos de vida que les interese desarrollar.
Como siempre, la educación es aquello que dejamos a los que vienen. Estamos a tiempo de no convertirla en una deuda irreparable.

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