TRIBUNA DEL LECTOR

Ficciones

Desde los griegos, las ficciones han conservado siempre el singular prestigio del arte como necesidad inequívoca de expresión del hombre y la catarsis de sus emociones.
El teatro, desde antiguo y el cine en tiempos más modernos, son, pues, los vehículos  adecuados para ese juego que permite la representación y la transformación de la realidad y el goce estético que de ello se desprende.
Pero con el advenimiento de la televisión se ha llegado a una profusa y cotidiana evolución de la ficción al punto de poner, al alcance del público general y en sus propios hogares, desde  los exponentes vernáculos de la novela negra (asaltos con toma de rehenes, persecuciones urbanas de policías y ladrones en riesgo total), hasta las farsas más elaboradas del burlesco prontas a dar razón, sobradamente, de la tradición discepoliana del “todo es igual”. Pasando, ineludiblemente, por los publicitados “reality-show”, cumbre exótica de la estética del feísmo. De cualquier manera, Dios quiera librarnos  de semejante especie.   
Entre otras cosas, los pobres argentinos hemos debido acostumbrarnos, qué otro remedio queda,  a un escenario de  ficciones  cada vez más amplio y a actores que se imponen, progresivamente entre la gente desprevenida, demasiado preocupada por la subsistencia, como para poder reparar en la dificultad de las reglas de juego o en lo perverso de sus tramas.
En estos días, todo, o casi todo es ficción.  Juegos de ficción que, la mayoría de las veces,  son engañosos  y de final sorpresivo. Y entre toda una gama  que va desde la prestidigitación más sofisticada para hacer desaparecer bienes públicos que, de pronto, y al cabo de complicados laberintos, cambian de lugar y de bolsillo y nunca más se supo, hasta autistas propuestas escénicas cada vez más inverosímiles que no convencen ni a subnormales,  copioso y diverso es el  repertorio lúdico como para poder entrar en detalle.       
Baste con citar algunos ejemplos, como el de aquel juego  en el que aparecen  personajes de gran envergadura, con vestuario muy formal, que  juran solemnemente sobre libros sagrados, en importantes ceremonias cuidadosamente ambientadas.  El contenido de lo que juran nunca queda demasiado claro, pero los personajes, tanto los protagonistas como los secundarios y de reparto, lo hacen  como si fuera esencial. Porque, hay que decir,  todos  son buenos actores,  se compenetran de sus roles y actúan como se espera de ellos. Y cuando termina el acto, se quitan las máscaras con desenvoltura, se despojan del encuadre psicológico del personaje, como lo harían  los actores más avezados y vuelven a sus juegos de oscuras complicidades como si tal cosa.   Este es un juego que resulta un poco aburrido porque el público no participa, sólo mira y oye y, raramente, llega a enterarse, más tarde, de si la escena que presenció sirvió o no  para algo. Entonces es cuando algunos empiezan a sospechar que se trata de mal teatro, ya que según se dice: una obra de arte sólo es buena, cuando llega a  modificar al espectador.   
Otro juego es aquel que, por lo general, empieza de mañana: con los  actores  marchando presurosos a poner un sobre adentro de la boca abierta de una caja cuadrada. Cabe acotar que este es un juego de ficción colectiva  muy prestigioso. Cada uno cree que conoce las reglas al dedillo. Pero no es así. Los que dirigen el juego nunca revelan el desenlace final y las reglas, a último momento, se cambian, por circunstancias que nunca está al alcance de los actores entender. Entonces los actores, que creyeron, que habían acariciado largamente  la ilusión de participar y cumplieron con el libreto meticulosamente, se quedan con la boca abierta, sin haber podido introducir ni un mínimo bocadillo y  pensando en que la próxima vez, ya conocedores de la posibilidad de un  desenlace-sorpresa, harán su parte de manera de eludir el fracaso. Pero el juego ha sido concebido de manera de poder  probar la resistencia de los actores a la frustración, la próxima oportunidad en que puedan volver a jugar está muy lejana en el tiempo y mientras tanto: “aroma aroma, el que perdió  se embroma”.
Con toda seguridad, los chicos, poseedores de una gimnasia envidiable en la materia,  no le darían demasiada importancia a estos juegos de grandes a los que considerarían tontos y reiterativos. Como tampoco a sus personajes que han dejado de sorprender por lo previsibles,  en consecuencia, se van transformando en payasos insustanciales. Y como se sabe, no hay nada más triste que un payaso triste.
Pero la industria de la ficción no descansa, en el siglo XXI, una poderosa productora se ha dado a la tarea de crear un nuevo personaje, con una fuerza protagónica que ha ido creciendo día tras día  Se trata, esta vez, de un personaje femenino bizarro e innovador que se dedica a contraponer acción y discurso teatral. La primera actriz y protagonista  a la que nos referimos cumple un rol muy definido: desmentir en la acción, la letra seductora que pronuncia ante un público adicto y complaciente  incentivado para aplaudir.
Y mientras el coro aúlla: “¡Viva la distribución!””¡Viva la verdad y la justicia!” y la protagonista sonríe satisfecha, en el entorno crecen la pobreza y la corrupción y se degradan, una a una,  las instituciones de la República, en un escenario cada vez más desvastado.    
Cabe acotar, que este juego de ficción es de larga prosapia en el mundo y su cometido estriba, como en las películas en que se profanan tumbas egipcias,  en burlar los sagrados pergaminos que venera el desprevenido público general,  que llevan los nombres genéricos de  Ley y  Constitución.
Pero podría anticiparse que este último juego de ficción, aunque más azaroso y dramático que los anteriores, acabará por precipitarse en un final parecido: payasos desvaídos, elencos insaciables atragantados en su propia voracidad y un público abusado que, acaso, aprenda de una vez por todas a jugar los juegos de ficción con reglas que se respeten, personajes creativos que vayan renovándose periódicamente y extras  que puedan participar de la fantasía colectiva, que esa es la auténtica manera de jugar.  
Es de esperar que, algún día, se acabará la apuesta de la decadente productora de marras, perderán vigencia sus tediosos personeros  y entonces llegará el tiempo de inventar nuevas historias, sólo que  con mucha, mucha más imaginación.

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