ENFOQUE

Los riesgos del consumismo

Un grupo escolar comparte un aula donde todos los “niños” tienen celular nuevo con múltiples funciones. Pero uno de ellos es la excepción. Sus padres por alguna razón no se lo compraron. Por no querer o no poder. ¿Qué pasa con ese único chico que no tiene ese celular? ¿Qué actitud toman sus compañeros y cómo se siente él ante la evidencia de ser el “único” que no tiene algo?
No es un ejemplo en abstracto. He visto como niños de 10 años reclamaban con pasión a sus padres que le compraran un determinado celular porque los demás lo tenían. Sin dudas, el niño sentía que no tenerlo implicaría no pertenecer a ese grupo: No tener sería igual a no ser.
Así estamos educando a nuestros hijos. Sin vacunas contra la cultura exacerbada del consumismo que establece que uno es en la medida que tiene. No tener, no acceder a determinados bienes, nos excluye. La idea de tener objetos penetra nuestra psiquis con una fuerza arrolladora y pasa a ser rectora de nuestras conductas. Así, paulatinamente el consumo se fue apoderando de otro concepto: el de felicidad.
El consumo se exhibe hoy -implícita y explícitamente- como el pasaporte que permite ingresar a tres mundos: el de ser alguien (ser en la medida que se tiene); el de pertenecer a un determinado grupo (si se tiene un bien o recibe un servicio determinado), y a partir de estas dos, llegar al tercero: el estado de felicidad.
El profesor Abraham Cabrera de la UNAM, recuerda que el acto de consumo ya no tiene por finalidad única ni inmediata la satisfacción de necesidades físicas de supervivencia de la especie. Ahora, el consumo se presenta como una experiencia placentera que contribuye a la felicidad de las personas.
Pero hay un riesgo cierto en relacionar la felicidad con en el consumo ya que podría arrastrarnos a un eterno estado de insatisfacción; algo que sería muy beneficioso para la máquina productora del consumismo.

Felicidad a corto plazo

Schopenhauer, que en 1851 publicó “El arte de ser feliz”, sostenía que las aspiraciones de los seres humanos no podían ser colmadas de manera definitiva, lo que les confiere el carácter de eternas por su insaciabilidad. Pensemos en quien busca el celular más avanzado en tecnología. Logra tenerlo y saciar su deseo sintiéndose pleno. Pero, seis meses después sale uno nuevo que supera al anterior. Lo mismo con quienes viven comprando ropa a la moda y salen exultantes de las tiendas al obtener los zapatos del momento. Esa “felicidad” perdura hasta que pasados algunos meses la moda abandona su uso e irrumpe la pulsión por adquirir otros nuevos.
Actualmente, en la misma línea, Zigmunt Bauman en “Qué hay de malo en la felicidad” plantea que en una sociedad de compradores y una vida de compras, “somos felices mientras no perdamos la esperanza de llegar a ser felices”. La llave de la felicidad y el antídoto contra la amargura consistiría en mantener viva la esperanza de llegar a ser felices. Sin embargo, sólo puede mantenerse viva si se cumple “la condición de una rápida sucesión de nuevas oportunidades y nuevos comienzos, y con la perspectiva de una cadena infinita de nuevos comienzos”.
Pero antes de esta idea de “consumo exacerbado” como camino a la felicidad, está aquella que se vincula a las necesidades básica. El consumo de bienes y servicios que resultan indispensables para la supervivencia humana: comer, vestirnos y tener un techo.

Contradicciones

El drama humano del consumismo es que solo puede darse con aquellos que tienen ingresos más que suficientes para entrar en ese club. Así la economía de consumo expulsa de su consideración a los que no tienen ingresos. Esto representa una contradicción del sistema económico: el consumismo como cultura reemplaza al consumo como acto necesario. Toda la economía apunta a lograr más consumo (innecesario) para quienes pueden, sin importar aquellos que no pueden hacerlo pese a ser indispensable para su subsistencia.
El consumismo lleva a la economía a producir y vender no lo que la gente necesita para vivir, sino lo que el propio mercado “obliga a desear”.
Las consecuencias de esta cultura que como un virus fatal penetra la sangre de todo el cuerpo social producen múltiples consecuencias.
Millones de personas que no tienen trabajo, o ingresos, reciben las señales culturales del consumismo, pero expulsándolos a conciencia del espacio social.
La relación no termina mansamente: resentimiento, frustración, odio, que se apodera de millones de personas que actúan no resignándose a “no tener”. Si no pueden contar con ingresos mediante el trabajo, igual obtendrán los objetos necesarios para pertenecer a la sociedad. Aún por medios violentos.
Relacionar consumo con felicidad, o asimilar el ser con tener, instala falsas opciones en la vida y amplía la brecha dentro de la sociedad poniendo en jaque el futuro de todos por igual.
Finalmente está el lamentable papel que juega el Estado, que por razones electorales incentiva el consumo con planes de cuotas para comprar electrodomésticos. Busca así, lograr que la gente esté “contenta y feliz” por poder comprar más objetos.
Curiosamente, no incentiva la inversión en la producción y distribución de alimentos para satisfacer necesidades básicas de quienes son expulsados del consumo. El propio Estado es un actor electoralmente interesado en fomentar el consumismo y establecer la relación “consumo = felicidad”.
La comunidad educativa desde la primaria, y cada familia, tienen las herramientas para contener o contrarrestar esta batalla cultural.
La sociedad y sus instituciones deben asumir la responsabilidad de dar a la vida un sentido un poco más profundo que el cosechado bajo la relación “ser = tener”.


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